martes, 26 de agosto de 2025

«El primer manuscrito», de José Dalmàu Carles, o el descubrimiento de la lectura y el saber.

 

Aprender a leer con la letra manuscrita: una sucinta enciclopedia  moralizante.

 

          Aunque El primer manuscrito fue publicado inicialmente en Gerona, en 1905, sus ediciones fueron adaptándose a los tiempos, de ahí que esta edición se abra con una loa A la Patria, dentro de la cual se ensalza el Glorioso Movimiento Nacional que ha devuelto a España sus esencias tradicionales, y se cierra con una paráfrasis del Todo por España en el que se incluye la petición de honda veneración y agradecimiento por el ilustre generalísimo D. Francisco Franco Bahamonde, forjador de la nueva España. Tengamos presente que esta edición que he leído es de 1944, e ignoro si en sucesivas ediciones siguió apareciendo el lametazo de rigor.

          Mi perspectiva, obviamente, dado mi historial académico como profesor, no es otra que la didáctica, mezclada, eso sí, con la evocación de mi primera infancia, esa que se refleja en la fotografía que ilustra mi bitácora, cuando me enfrenté con la lectura por primera vez con libros manuscritos y con ilustraciones en las que me llamaban muchísimo la atención los pantalones bombachos, en aquel cercano 1959 muy pasados de moda ya. Por lo demás, la misma mezcla enciclopédica de saberes, historias edificantes, fábulas aleccionadoras y dibujos de animales, profesiones, etc. que he hallado en este ejemplar y que tuvo, al parecer, cierto éxito.

          No era fácil, de niño, leer estas letras manuscritas tan variadas, algunas de las cuales  habrán de parecerles casi jeroglíficos egipcios a los niños de hoy, pero recuerdo muy gratamente que fui felicitado por mi destreza en ese desentrañamiento, habilidad de la que quizá me viniera, ¡siglos después…!, mi afición hermenéutica y mi infatigable dedicación intelectora. En cualquier caso, me he dado el gustazo de recorrer todas las caligrafías, las habituales, las escandalosas y las inverosímiles, para viajar en el tiempo ya desde el sucinto prólogo dedicado a los Comprofesores, a quienes se les recuerdan verdades tan elementales como que  «es un principio pedagógico elevado a la categoría de axioma esta verdad: Solo se aprende bien lo que se hace». Y se le recuerda que prodigando el grabado y el color, exitamos [sic] la curiosidad del niño, llevándolo con deleite, a aprender y discurrir; capítulos de ciencia amable donde, huyendo de la rigidez didáctica, la inteligencia se nutre de conocimientos importantísimos, sin descuidar los relatos encaminados a la formación moral y cívica, además de brees biografías y algunas composiciones literarias.

          El capítulo de la retórica usada en las diferentes situaciones escolares y vitales no tiene desperdicio: Dame, mamá, una hoja de papel resistente, pues voy a poner cubiertas a mi Manuscrito, a fin de conservarlo mejor…, le dice Antoñito, El buen escolar, a su madre, porque va a imitar las caligrafías correspondiente al hacer los deberes que en el libro se encargan.

          La cruda realidad del mendigo que ciega a los pájaros para que canten mejor abre las historias «ejemplares», y se inicia con una reflexión sobre la caridad cristiana a la que incluso en ese mendigo que abandonó a sus hijos y que todo se lo gastaba en aguardiente obliga a los creyentes la religión católica. A cada historia sigue un apartado titulado Preceptos morales, donde se sintetizan las enseñanzas que han de extraerse de la lectura. El manual incluye una guía de conversación para que los niños hablen sobre lo que acaban de leer.

         

        Se suele usar mucho el planteamiento dicotómico: hermanos opuestos en inclinación, como Enrique y Juan Antonio: el segundo, gran lector, a quien si padre regala Corazón y Las tierras vírgenes; el primero, enemigo declarado de la lectura, a quien su padre regala Testa, y quien acaba rompiendo las páginas de Corazón de su hermano. Este librito gerundense se inspira en la tradición del Libro de la patria que arranca con  Le tour de la France par deux enfants, de G. Bruno (seudónimo de la escritora Augustine Fouillée, de soltera Tuillerie), publicado en 1877 y que se convirtió en una auténtica cartilla escolar de moralidad cívica y patriotismo. En esa línea han de considerarse las obras aquí regaladas a los hermanos: Corazón, de Edmundo de Amicis y Testa, una continuación de Corazón escrita por el amigo de Amicis, Paolo Mantegazza. El protagonista de ambas, Enrico Bottini, es un niño en Corazón y un adolescente en Testa. El desenlace de la historia sería fuertemente reprobado en nuestra amoral sociedad contemplativa de cualquier transgresión: Juan Antonio se va de vacaciones con sus padres a San Sebastián y Enrique es devuelto al colegio donde, interno, pasará las vacaciones. Y esto me trae a la memoria, ¡y ya es coincidencia!, una película reciente de Alexander Payne, Los que se quedan, sobre los hijos cuyos padres no los pueden atender durante las vacaciones de Navidad…

          El afán didáctico de la obra se esparce por toda ella, pero, como se dice, muy bien traído. Como en el caso de Adelina a quien su abuela invita a enviarle una esquela de invitación a comer con ellos a su amiga Encarnación: […] Pero… una esquela… una esquela, ¿qué es una esquela, abuelita? —Mujer —respondió la abuela—, las esquelas son a manera de cartas cortitas que se dirigen a personas amigas de la misma población, para tratar asuntos de poca importancia. Más adelante, y siguiendo el modelo practico de estas enseñanzas, se mostrará cómo se escribe una carta y cuales son las partes que la constituyen. E incluso, hacia el final, se enseñará cómo redactar un recibo, el cual, como los otros tipos de escritos se atienen a un principio hoy denostado por la desorientada pedagogía moderna: El mejor medo de aprender una cosa consiste en hacerla una y otra vez.  De la definición de recibo, retengamos ese detalle de época que consiste en que si el importe superaba las cinco pesetas, debía llevar un sello móvil, es decir los típicos timbres o las famosas pólizas que, si no ando errado (sin hache, ojo), fueron suprimidas allá hacia finales de los 80 del siglo pasado, y que constituyeron un tormento mayúsculo a la hora de hacer gestiones ante la Administración del Estado.

Hay un buen número de informaciones cuya veracidad es indiscutible, como la que dice que un hombre andando siempre en la misma dirección, necesitaría tres años para dar la vuelta al mundo, una hazaña, efectivamente, llevada a cabo por un tal Nacho Deán que ha empleado ese tiempo en recorrer 33.000 km de esa vuelta. Sin embargo, cuando explica el capitulo de los volcanes, concluye que en el mundo hay 270, cuando, en realidad, hay contabilizados unos 1.350.

          

      A mí, ya se entenderá, me ha llegado al alma la narración en que a un niño, Agustín, le dicen sus padres que le han de comprar unos zapatos nuevos —es cierto que, de niños, se nos renovaba el calzado cuando el otro era ya prácticamente inutilizable— y pregunta su precio, no bajará de ocho pesetas, y el de los zuecos, unas dos pesetas. Escoge que le compren los zuecos para, con la diferencia, poder comprar ¡un Diccionario de la Lengua Castellana! Y añade: ¡Qué bien estudiaría si lo poseyera y cuántas cosas nuevas aprendería todos los días! Es un libro que contiene la significación de todas las palabras. Y lo curioso es que el corolario moral no apunta muy alto, dado el carácter universal de esta enseñanza: Años después no había en todo el pueblo un obrero tan instruido como Agustín. Querido de todos y por todos considerado, llegó a formarse una envidiable posición.

          Esa voluntad edificante de la personalidad ajustada a unos patrones de conducta intachable y provechosa aparecen en casi todos los relatos, y no puedo dejar de citar el  titulado El ahorro y la lotería, en la que dos hermanas de opuesta naturaleza, Marcela y Dolores, aprenden el oficio de modista y corsetera, respectivamente. A ambas sus pares les inculcan el espíritu de ahorro: Guardaos vuestras ganancias que no las necesitamos, y quizás ellas s permitan trocar, algún día, la condición de obreras por la de dueñas de taller, que es a lo que debéis aspirar constantemente. Y así ocurre con la ahorradora Marcela, mientras que Dolores, que lo ha «invertido» todo en el azar de la lotería, sigue trabajando como jornalera y continúa esperando en vano… el premio gordo de la lotería.

          Son abundantes las informaciones de carácter científico, desde la biología hasta la astronomía, pasando por la física o la geología: La luna, los volcanes, las bombas hidráulicas, el barómetro, etc. son conocimientos, todos ellos enfocados desde un punto de vista práctico al alcance del entendimiento de los niños, que permiten concluir con una de esas verdades de manual: La naturaleza es un libro abierto, en el cual el hombre observador puede leer las verdades más sublimes. Tomemos, por ejemplo, la explicación del barómetro: El aire atmosférico, naturalmente, solo pesa sobre el mercurio por la parte de abajo, al contrario por la arriba el mercurio no halla obstáculo alguno que le impida el paso, y puede subir con facilidad. Cuanto más pesado es el aire, tanto mayor es la presión que ejerce sobre el mercurio, y tanto más sube este por la rama delgada del tubo. A medida que el aire se vuelve más ligero, el mercurio desciendo, ¿comprendes? […] Por regla general, cuanto más frío está, tanto más pesa el aire y entonces el mercurio sube algunos milímetros; cuanto más caliente está, tanto menos pesa y, por consiguiente, entones el mercurio baja.

          La selección de biografías está marcada por el afán de reivindicación de las glorias de la patria, por eso incluye las de Cervantes,  Santa Teresa, Jaime Balmes,  Zorrilla —nacido, curiosamente en Balladolid, del mismo modo que se escribió, en su día, Cerbantes— y el Padre Mariana. Y entre los textos literarios, destacaré la décima de Samaniego:

La paloma

Un pozo pintado vio

una paloma sedienta;

tirose a él tan violenta

que contra la tabla dio.

Del golpe al suelo cayo

y allí muere de contado.

De su apetito guiado

por no consultar al juicio,

así rueda al precipicio

el hombre desenfrenado.

       Y cierro con un jocoso epigrama atribuido por Dalmàu a un enigmático G. ¡Y no poco esfuerzo indagatorio me ha llevado concluir que el tal G ha de identificarse, al parecer, con Gianfrancesco Straparola da Caravaggio, (Caravaggio, Lombardía, hacia 1480 - después de 1557) autor de Las noches agradables, un conjunto de novelitas a imitación del Decamerón de Boccaccio que contiene, al parecer, la primera versión de La bella y la bestia. El epigrama fue traducido por Francisco Truchado, traductor de parte del libro  de Straparola, con el título de Honesto y agradable entretenimiento de damas y galanes, publicado en 1578.

Epigrama

De no sé qué enfermedad

cegó de un ojo un avaro,

y al médico el caso raro

fue a contar con ansiedad.

Cien ducados el galeno

por la cura le pidió…

«¡Cien ducados!» respondió;

                                                        «a este precio os vendo el bueno».

 

          Como se advierte, parece que ha dado de sí una antigualla pedagógica que con tan modesto título como El primer manuscrito, atesora una perspectiva enciclopédica muy digna de elogio. Supongo que una indagación exhaustiva habría de buscar ediciones de este libro desde principio del siglo XX para ir comparando las diversas adaptaciones a los tiempos políticos reinantes en cada momento, pero mi trabajo cesa aquí, entre la nostalgia de la niñez y el recuerdo de aquellas exaltaciones patrióticas que tan poco poso parece que en mí dejaron, aunque no la afición por el conocimiento y la curiosidad, que este libro exitaba… como cualquier otro, incluido el hermoso capítulo de los animales prehistóricos, que tanto nos llamaba la atención de niños.






sábado, 9 de agosto de 2025

«Dime cómo andas…», de Juan Poz, o el ejercicio de la mirada. I.

La anatomía del paso; la psicología del andar.

 

Preámbulo.

El breviario de David Le Breton sobre las virtudes del caminar, tan provechoso como sugerente, me ha traído a la memoria una reflexión que inicié hace muchos años, pero que, por muy diversas razones, todas ellas de orden exotérico, no había tenido tiempo de desarrollar como la idea merece. No es este el lugar para hacerlo, sino para, tras esbozarla, comprometerme conmigo mismo para dedicarle la infinita paciencia, el grano de sal y el tiempo que ella merece.

Si a andar se aprende andando, tras los inevitables batacazos de rigor, y nadie, por lo tanto, puede reclamarse de poseer el título de maestro, queda claro que nuestro modo de caminar, como el timbre de voz, la manera de hablar o nuestra retina son rasgos definitorios de nuestra singularidad como individuos, frente a los demás que no somos nosotros. No me atrevería a decir que son rasgos de «personalidad», porque esta es un conjunto muy extenso en el que entran otros rasgos que, junto a los mencionados, nos permiten acercarnos a una posible definición de concepto tan lábil, tan escurridizo. Se parece, la «personalidad», al «yo»: nunca estamos seguros de su extensión; jamás de cuántos ingredientes la o lo conforman bastan para sentirnos absolutamente «identificados» con lo que me temo que siempre va a parecernos una «prisión» que deja fuera lo esencial de nosotros.

Mi interés no cae del lado de la psicología, sino del de la motricidad, porque lo que a mí me ha llamado siempre la atención es, digámoslo así, la mecánica del paso, el modo torpe, grácil, desangelado o cinematográfico como resolvemos lo que nace como dificultad máxima, mantener la bipedestación, y se consolida como la indiferencia más absoluta respecto de la expresión más natural de una de las grandes habilidades de la especie: desplazarnos a pie por todos los terrenos físicos imaginables, aunque algunos, los terrenos, ríos y lagos helados o las rocas playeras tapizadas con una fina capa de algas adherida a su superficie pulimentada constituyan un reto que solo la industria del calzado ha contribuido a superar, y no siempre con éxito…

Han sido muchos años los dedicados, de forma intermitente, a fijarme en cómo caminan los demás, y creo que estoy en condiciones de lanzarme a la aventura de escribir esa suerte de ensayo descriptivo que, siguiendo el ejemplo de la grafología, se atreva a extraer con suma prudencia algunas conclusiones «psicológicas» del modo como cada cual camina, porque eso es lo que tiene la observación de algo tan peculiar como el modo de caminar, que enseguida nos tienta la idea de asociar con él ciertos rasgos psicológicos que permiten, con todas las salvedades de rigor, «definir» a la persona, caracterizarla en el seno de los límites que su andar circunscribe.

Andar no es actividad que consienta engaño ni artificio: andamos como andamos, usualmente sin haber reparado nunca en cómo lo hacemos, y ahí se acaba la historia, o debería…. La invención de Tespis, sin embargo, ya nos sentó a contemplar ciertos andares que se «singularizaron» pronto, porque los andares comunes, de sirvientes, esclavos y gente común no eran los mismos que los de los nobles, reyes, héroes y dioses que compartían la escena en las representaciones teatrales. Demos un salto de veintiséis siglos para asistir al nacimiento del séptimo arte que le ha disputado la primacía y el favor del público a los otros seis: el cinematógrafo, espejo donde hemos aspirado a vernos reflejados en las estrellas que nos han deslumbrado desde la pantalla.

Dado ese salto, con las botas de siete leguas luz…, detengámonos, en los comienzos de ese arte, en un personaje con bombín, bastón, enormes zapatos, amplísimos pantalones y raída chaqueta… En efecto, estamos hablando de The Tramp (En Francia, España y otros países Charlot), el personaje creado por uno de los primeros genios el cine: Charles Chaplin. Si descontamos su indumentaria y obviamos un bigote que era común en aquellos años, Oliver Hardy, el gordo de El gordo y el Flaco, también lo usaba —un estilo de bigote llamado «cepillo de dientes», que fue introducido en Alemania por los visitantes usamericanos, por cierto—; hechos los descuentos, decía, lo que nos queda de más significativo del personaje es su estrafalario modo de caminar, un poco al estilo «pato», con los pies girados de modo divergente hacia extremos opuestos y encogiendo levemente hacia arriba la rodilla para acompañar el paso. He ahí, pues, un «modelo» de andar totalmente singular que enamoró a todos los públicos y que, sin embargo, nadie hizo suyo, salvo para bromear con los amigos o la familia o demostrar cierta pericia en el arte de la imitación.

Va de cómicos, parece, porque nadie que los haya vista habrá olvidado jamás los andares de los personajes de Jacques Tati, Monsieur Hulot, que aparece en cuatro de sus escasos seis largos, que bien pueden ser consideradas seis obras maestras. Sí, también en este caso se necesitó el concurso de un vestuario ad hoc que, sucediéndose en las películas, acabó identificando a su personaje, que no era otro que él mismo, Jacques Tati, disfrazado: sombrero vagamente tirolés con la parte trasera chata y levantada, gabardina de amplio vuelo, pantalones por encima del tobillo, calcetines de rayas horizontales, pipa, pajarita y paraguas cerrado. Así revestido, enseguida nos llamará la atención el modo saltarín, casi como si anduviera con zancos minúsculos y flexible, como si siguiera el ritmo de una danza, Es, a medias, un caminar intrépido y un caminar cauto, porque de él suele derivarse un sinfín de torpezas y contratiempos que convierten una pacífica escena en un campo de Agramante…

Y como no hay dos cómicos sin tres, cerremos la triada con los celebérrimos andares del gran cómico universal, Groucho Marx, no menos disfrazado que los dos anteriores y cuyas zancadas de siete leguas recorriendo cualquier espacio mínimo en el que se hallara lo hicieron famoso e imitable para cualquier baile de disfraces o verbena de enmascarados. El hecho de vestir  levita añadía un revuelo textil inconfundible a sus piernas flexionadas que se extendían hasta hincar el talón y propulsarse con el ánimo de girar enseguida para volver sobre sus propios pasos mientras nos regalaba sus magnificas salidas llenas de humor absurdo.

Se advierte, pues, que si los artistas necesitan inventar un modo de caminar, ello se debe, a mi semoviente juicio, al pleno convencimiento de que, por un lado, el caminar nos distingue frente a los demás, y, por otro, en que el propio modo de caminar, sin ningún artificio, le resta personalidad al personaje, individualidad. La razón de sentir esa necesidad caracterizadora no es otra que el convencimiento de que nuestro andar propio es demasiado «común», intercambiable con el de los demás y, por consiguiente, «inexpresivo»; pero eso en modo alguno es así, y estas líneas pretenden mostrar que no es justa esa «invisibilidad», a poco que uno contemple con ciertos ojos escrutadores el modo como nuestros semejantes caminan.

Estas paginas no han necesitado otro método de trabajo que la paciente observación en todo momento y lugar, aunque para no ser tachado de mirón, fisgón o impertinente, nada como sentarse en un banco de la vía pública y seguir discretamente los andares no condicionados de cuantos transeúntes regalan generosamente su particularidad cinética para construir un archivo del que en estas páginas se singularizarán algunos estilos cuya repetición permita incluso definir ciertos «tipos» fácilmente reconocibles por todos en la vida cotidiana de cada cual. No olvidaremos, sin embargo, aquellos modelos que los medios de comunicación, la televisión o el cine han popularizado. Si todos recuerdan los andares de Charlot y Monsieur Hulot, ¿habrá alguien que no recuerde aquellos pasos sobre muelles de Tony Manero, interpretado por John Travolta en Fiebre del sábado noche, de John Badham? La espalda rectísima, la barbilla alta y esas leves flexiones que daban la impresión de andar sobre muelles, con el consiguiente movimiento de tiovivo. Fueron legión, sus imitadores, por lamentables que resultaran, pero el simulacro, como bien lo vio Baudrillard, es el nervio de nuestros tiempos clónicos ad náuseam.

Los traigo, estos ejemplos, a modo de recordatorio de cómo ciertas invenciones acaban instalándose en el imaginario colectivo, de modo que, pasado un par de generaciones, alguien creerá que «su niño» anda como sobre muelles de forma «natural», cuando se trata de algo aprendido a través de la imitación en el amplio bazar de lo vintage o la proscrita *memorabilia

Casos distintos son los andares propios, no inventados, de actores tan personales que, sin proponérselo, acabaron conformando un modo propio de caminar. Pienso ahora, entre tantos, en el inconfundible Robert Mitchum: el cuerpo levísimamente ladeado hacia la izquierda, creando un mínimo desnivel en la línea de los hombros, parecido al de quien realiza un gesto de recoger fuerzas para lanzar un directo de derecha que dé con el desafiante de turno en el suelo, o como si sufriera una ligera descompensación pélvica. Si a ello sumamos un acentuado encogimiento del estómago, que tensa los pectorales, la figura final, dadas las anchas espaldas del actor, es la de un rígido armario con un deje chulesco en la pose: toda una declaración de intenciones para reafirmar la suprema ambigüedad: con idénticos andares se te aproxima para la seducción amorosa que para la venganza mamporrera.

La variedad de andares «de pantalla» —y es raro que quien haya evocado, al hilo de mis palabras, el andar de Mitchum, no haya hecho lo propio con el de ese centauro de los westerns que fue John Wayne…— es de tan sorprendente variedad, que incluso un actor que perdió una pierna en la Primera Guerra Mundial, Herbert Marshall, construyó sobre su particular forma de desplazarse una brillante y exitosa carrera que no excluyó ni siquiera los papeles de galán. ¿Y qué decir del más famoso «contoneo» femenino del séptimo arte, el de Mae West, maestra de tanta sicalíptica aficionada, cuyos algo estudiados golpes de cadera, manteniendo uno de los brazos en jarra, suponía un dominio tan aguerrido del espacio y la situación que incluso galanes en cierne, como Cary Grant, flaqueaban ante ella? La otra variante del andar westiano consistía en el acompañamiento rítmico de todo el brazo acompañando el golpe de cadera, al modo ordinario de una modelo aficionada en una pasarela, y que, en España, hizo suyo, desde los inicios de su carrera, el cantante Raphael. Algo, además, de ese leve trote de la West hay en el andar de Tony Manero, creo advertir.

Si salimos de la pantalla y nos acercamos a la política, para ampliar el abanico de andares conocidos, supongo que para nadie es un secreto el rítmico caminar del cuadragésimo cuarto presidente de Usamérica, Barack Obama, sobre todo en el momento de subir o bajar escaleras, movimientos que realizaba con elegantes maneras de sencillas coreografías. A mi Conjunta esas maneras le han traído siempre a la memoria el inevitable modelo cinematográfico de Obama: Sidney Poitier: la elegancia cinética hecha actor, y cuyas maneras de bajar escaleras, un poco de lado y rebotando en cada escalón como si estos fueran de material elástico, han hecho historia.

Desde el modesto banco de una avenida o de un parque, ¡qué enorme es la pantalla por donde desfilan tantísimos modelos inverosímiles de caminar, y sobre cuya existencia cabe incluso dudar, a juzgar por el punto de extravagancia sobre el que algunos pueden pensar que son tan inventados como los de los cómicos de los que hemos hablado. Nadie dude, sin embargo, de mi fidelidad a lo real y de mi compromiso con la verdad. Mis ojos los han visto; mi mano los reproduce, con mayor o menor fortuna. No hay más.

Cabe advertir al cándido lector que en modo alguno es mi intención provocar una suerte de videoreflexión sobre el andar propio de cada cual, porque ello podría llevarnos a un pequeño o gran conflicto ontológico, si comenzamos a dudar de nuestros andares y queremos escoger otros que nos parezcan más apropiados para la verdadera imagen de nosotros mismos que estamos convenidos de tener… Se empieza así, ¡y quién sabe si se acaba en posición sedente o yacente para huir de cualquier posible impostura....! 

De mí sé decir que, aficionado a la carrera, como buen fondista fondón que siempre he sido, he tenido que ir modificando la manera de correr —¡y hasta leí un libro titulado El correr Chi!—, pero, como en la paremiología, la cabra siempre tira al monte, y sigo corriendo sin pararme a pensar si lo hago de la mejor manera posible… Pues lo mismo sucede con el andar. Adviértase, no obstante, que ciertas aficiones o profesiones son capaces de desfigurar nuestro andar de nacimiento para sustituirlo por otro «profesional», y pienso ahora en los bailarines de ballet, por ejemplo; o en las mujeres policía que creen más «profesional» imitar los andares de sus compañeros…

A medida que voy completando este prólogo deambulante, no dejan de venírseme a la memoria todos esos andares a los que el cine, sin ser propios de nadie, les ha conferido un estatus de referentes imposibles de obviar. Estoy a punto de acabar esta introducción y de repente me llega el andar titubeante del Nosferatu de Murnau, el vacilante de los cadáveres de La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero o el nada analgésico de las tumultuosas posaderas de la Monroe en Con fadas y a lo loco, de Wilder… No excluyo, pues, que al hilo de los modelos reales que mi memoria ha retenido, se me vayan cruzando esos otros andares del celuloide que han dejado huella en generaciones y generaciones de espectadores que nunca se han parado a pensar cómo caminan ellos.

Pues eso. (¿Continuará?)