lunes, 27 de octubre de 2025

La aspiración vertical.

 


Los tropiezos, las caídas y el planisferio corporal del dolor

 

Lo vertical, lo erecto, tiene en nuestra vida una importancia que no sospechamos, y un prestigio que observamos no solo en nosotros mismos, bípedos implumes,  sino en nuestras obras, y ahí está la arquitectura dando fe de que la erectilidad es prueba irrefragable de que hacemos bien las cosas, excepción hecha de aquella mamarrachada de rascacielos horizontal que responde al nombre de L’Illa, si bien el concepto fue creado por  El Lissitzky en 1925, aunque con muy distinta realización. La misma erectilidad nos parece la más contundente prueba de la virilidad y «hacer el pino» una demostración de maestría y habilidad que nos equipara al prodigio erecto de los árboles, sin cuya firme erección sobre el terreno, bien sostenido en sus ramificadas raíces, a nuestro planeta le sería imposible sobrevivir. Fe dan de verticalidad los sindicatos de indefinibles trabajadores, tanto en el Régimen de la democracia orgánica como en el de la inorgánica, si gobernada, eso sí, por sus fuerzas ideológicas afines o hermanas. Todo lo vertical, hasta la famosa sonrisa que dio pie a una colección de relatos eróticos, nos parece un logro de la especie. Y de ello se deriva que el concepto de «caída», comenzando por la auroral de los únicos habitantes del Edén, represente la humillación, que no es otra cosa que empaparse de humus, tierra, en una posición prona o supina que nos llena de vergüenza. ¿Hay algo más risible o *carcajeable que las caídas de las personas cuando no se espera que sucedan? Fueron, en su día, el fundamento del cine cómico y del cine de dibujos, y nadie hay capaz de suprimir ese instinto risueño, que compite, al entender de Huizinga, con el del amor y la muerte freudianos, cuando contempla una aparatosa caída de alguien en la calle. El benigno «¡qué costalazo!» suele pronunciarse con ese brillo en los ojos que preludia la extensión de las comisuras para trazar la sonrisa obligada por la propia especie ante la supuesta torpeza de nuestros semejantes, aunque contemplemos el suceso como si no lo fueran o deseando el espectador no asemejarse en modo alguno al infortunado. No son pocos los sinónimos de «vertical»: perpendicular, tieso, derecho, erecto, empinado, escarpado, rígido, erguido, etc.; ni las expresiones que nos hablan de ir «derecho como una vela», «erguido como un mástil», «tieso como un palo» o «rígido como un moralista», pongamos por caso. En todos ellos las connotaciones son positivas. Nada que ver con las caídas, los desfallecimientos, el privarse o los desmayos, que acusan debilidad, flojera, falta, en definitiva, de virilidad, caracterizada como lo propio de la erección, frente al deliquio como forma de la feminidad, según establecen los tópicos recurrentes. Otra cosa, naturalmente, son los casos individuales que transgreden esos tópicos manidos.

          ¿Y a cuento de qué viene esta suerte de loa de lo erecto? Pues a cuenta del último costalazo soberbio que me pegué hace dos días, por andar velozmente por la calle justo cuando comenzaba una lluvia que, mezclada con la suciedad habitual de las calles, formó una pátina resbaladiza capaz de dar con el cuerpo en el suelo de cualquier insensato que no anduviera con pies de plomo, sino con los de la imitación burda de los de Fred Astaire o Gene Kelly. Con espontánea imitación de las caídas del cine cómico o de los personajes del cine de dibujos, el resbalón me levantó del suelo hasta ponerme en posición impecable y fugazmente horizontal, antes de caer a plomo sobre la espalda sin apenas poder poner las manos para amortiguar una caída que sonó como si hubieran dejado caer un bloque de mármol de 85 quilos. Como la pierna izquierda se quedó momentáneamente anclada al pavimento durante el vuelo del cuerpo, el tirón que sufrí en ella me produjo un dolor aún mayor que el del contacto marmóreo de la espalda con la acera. Creí que me había roto el ligamento del cuádriceps,  y, cuando me incorporé, después de que una espantada y risueña mujer se acercara a preguntarme cómo me encontraba, tras haber reganado yo la orgullosa posición erecta, que no ocultaba, por la suciedad posterior de la camisa y de pantalón, lo sucedido, no dejé de buscar con la mano el hueco de la rotura en el poderoso ligamento, porque mis cuádriceps están muy trabajados con las pesas y la carrera. Me alejé del lugar, tras asegurar a la señora que, de momento, me encontraba bien, pero que, más tarde, a saber, cuando se enfriase el golpe, cómo me sentiría. No necesité, sin embargo, que se enfriara, en caliente ya me di cuenta de que tenía media espalda boqueada, rígida, y que era incapaz de según qué movimientos, aunque llegué andando por mi propio a casa, de la que distaba unos tres quilómetros. En Urgencias, al día siguiente, después de una noche torturadora, me certificaron la hipercontractura, me recomendaron Tramadol y, por lo demás, el clásico ajo y agua…

          El percance, que ha ido adquiriendo visos de normalidad por la frecuencia con que últimamente ruedo por los suelos o caigo a plomo, me hizo pensar en ese historial de caídas, no metafóricas, que todos almacenamos. Acaso la primera fuera, también a plomo, desde una valla en la que estaba sentado contemplando un partido de fútbol en la escuela, abatido, al parecer, por una insolación. De esa caída infantil la memoria dio, por su cuenta, un salto hasta mis 28 añazos, cuando, al salir del comedor en la Universidad de Tufts, ya empezada la temporada de nieves, resbalé sobre una placa de hielo y caí exactamente como hace dos días. Ir abrigado amortiguó la caída y los dolores solo duraron un par de meses… Hace dos días, aún con calores, apenas llevaba una camisa finísima…., y espero que las artes mágicas de Antonio, mi fisio, me recuperen en apenas un par de semanas.

          Mi afición al maratón, como no podía ser de otro modo, me ha tumbado no pocas veces en el duro suelo, como si fueron curas de humildad frente a la soberbia del espíritu competitivo. Y caídas he tenido en las que he rodado, como haciendo la jocosa croqueta, para evitar lesiones de cuidado, pero eso ha sido en la pista de atletismo, terreno favorable para caídas de especialista de cine. Por la calle ya es otro cantar. Y si se corre de noche, le pasa a uno como a mí cuando metí el pie en el borde interior del alcorque y acabé dándome un costalazo del que me recuperé con tanta efusión de sangre que hube de acercarme a una fuente para limpiarme y presionar la herida hasta que dejara de sangrar, hecho lo cual continué el entrenamiento, por supuesto. No hará ni un mes que, corriendo por el carril bici, sin ciclistas a la vista, y pendiente de si me daba o no tiempo a pasar un semáforo, acabé tropezando contra esas tontas lucecitas que sobresalen del firme en las esquinas y el rodamiento fue tan infortunado que me atropellé el propio brazo y estuve inutilizado casi una semana, tirando de mano siniestra para todo. Más ridícula, con todo, fue la caída en la cinta de correr, en el gimnasio, por tratar de atrapar el teléfono que se me cayó, donde veía una película con sumo interés, como bien saben los frecuentadores de El Ojo Cosmológico…, y ahí sí que, la pierna desnuda, se me quedó atrapada, presionando contra la cinta que, fiel a su naturaleza rodante, no suspendió el movimiento, y dada la agresividad del material con que está hecha la cinta, me desolló la pierna desde la rodilla hasta el tobillo de un modo tan agresivo como el de la garlopa sobre la madera… Eso sí, recompuesto, seguí corriendo y viendo una película que exigía eso y más. Este pasado verano, por la inclemencia del firme, lleno de salientes inadvertidos, sobe todo cuando se camina comentando el paisaje o el punto de interés turístico pertinente, tropecé y di, de nuevo, con la osamenta en el firme, si bien me dio tiempo a rodar adecuadamente para evitar daños mayores. Incluso me comento elogiosamente la caída un señor que se bajó del coche para auxiliarme: «Hacía tiempo que no veía caer tan bien», dijo, admirado. Le di las gracias y de ahí no pasó el susto. Un incidente turístico muy distinto del de mi caída en el bosque de laurisilvas de Tenerife cuando, intentando arrancar una rama seca de un arbusto en lo alto de un talud, caí de culo con tan mala fortuna que lo hice sobre mi mano izquierda, que no rompí por expreso milagro de alguien que me debe de querer bien en el cielo de las supersticiones. De lo que no me libré fue de ir a Urgencias y de salir casi escayolado. Ya en la península, me enteré de que, con la mano fuertemente vendada, me estaba prohibido conducir, pero como, en aquel momento, era el único conductor de la familia, una semanita estuve conduciendo con esa mano. Que pueda escribir esto es señal de que hice de la necesidad virtud.

          Entre las más ridículas, sin embargo, ha de contarse la de aquel otro día de lluvia en que, al salir del Instituto donde trabajaba, y por salvar un charco que se había formado ante la verja del tren, que solía salvar para cruzar las vías y llegar hasta el aparcamiento, al otro lado, di un salto, yo creí que hermosamente felino, pero me debieron flaquear las manos al agarrarme de la verja y caí hacia atrás sobe el charco, en posición de sentado, y creí que con fortuna. Volví, ya empapado —lo que quería evitar—, a cruzar a vía y conduje tan tranquilamente a casa, pero notando un cierto dolorcillo en el cóccix que, en cuanto se enfrió, y para mi sorpresa e incredulidad, se convirtió en un tormento de dolor del que no salí en dos meses…

          Llevo coleccionados tantos abatimientos que me cabe la duda de si no he desarrollado algún complejo de «presa» de invisibles cazadores que se complacen, de tanto en tanto, en hacerme «besar el suelo» como los perdedores que «besan la lona» en el cuadrilátero, reacios a aceptar el amaño de la pelea, como Robert Ryan en la inmortal película Nadie puede vencerme. Algo parecido debe gritar mi cuerpo, «nadie puede doblegarme», tras levantarme de mis numerosas caídas y seguir con mi vida, a la espera, sin duda, de algún abatimiento ya escrito; pero el repertorio de dolores conocido me acredita como experto sufridor sufrido, porque, salvo las quejas inmediatas del dolor agudo, eso sí, nadie espere de mí las quejas y los ayes de rigor que hacen insoportable la compañía de un «caído», ángel o demonio…

jueves, 16 de octubre de 2025

«¡Prohibido fijar carteles!», un capítulo aleccionador de Walter Benjamin, perteneciente a su libro «Dirección única».

 


                                                                        


                                       APOSTILLAS A LA TÉCNICA DEL ESCRITOR EN TRECE TESIS.

 1. Quien se proponga escribir una obra de gran envergadura, que se dé buena vida y, al terminar su tarea diaria, se conceda todo aquello que no perjudique la prosecución de la misma.

            La vieja ley de las recompensas para estimular la productividad. Lo importante es discriminar lo que no es perjudicial para la continuación de la labor.

2. Habla de lo ya realizado, si quieres, pero en el curso de tu trabajo no leas ningún pasaje a nadie. Cada satisfacción que así te proporciones amenguará tu ritmo. Siguiendo este régimen, el deseo cada vez mayor de comunicación acabará siendo un estímulo para concluirlo.

            Gran reto para un autor, evitar hablar de lo que está creando, porque, a veces, la emoción pura de la satisfacción por algún pasaje muy logrado nos impele a darlo a conocer. Resistirse es más difícil que acertar a escribirlo, sin duda.

    3. Mientras estés trabajando, intenta sustraerte a la medianía de la cotidianidad. Una quietud a medias, acompañada de ruidos triviales, degrada. En cambio, el acompañamiento de un estudio musical o de un murmullo de voces puede resultar tan significativo para el trabajo como el perceptible silencio de la noche. Si este agudiza el oído interior, aquel se convierte en la piedra de toque de una dicción cuya plenitud sepulta en sí misma hasta los ruidos excéntricos.

            Dudo mucho de que quien esté «sepultado» en su trabajo sea capaz de discriminar si hay algún sonido que lo distraiga. Otra cosa es que los ruidos del vivir cotidiano nos interrumpan. En ese caso es conveniente protegerse con alguna pieza de música clásica. El quid está en no dejarse arrastrar por la melodía o los arreglos de esa composición, sino ir paulatinamente dejando de escucharla hasta seguir concentrado en lo que se escribe sin percatarnos de que dicha música suena junto a nosotros.    

4. Evita comprar cualquier tipo de útiles. Aferrarse pedantemente a ciertos papeles, plumas, tintas, es provechoso. No el lujo, pero sí la abundancia de estos materiales es imprescindible.

            Reconozco que me es imposible ponerme a escribir si no he doblado mis folios, haciendo cuadernillos de cuatro hojas y si no dispongo de mi pluma habitual para tan sagrado acto. Durante mucho tiempo fue la Parker45. Ahora es otra Parker y una Lamy, si bien no es infrecuente que la exigencia de lo narrado me obligue a cambiar la herramienta. Y casos ha habido en los que he optado por la pluma de palo o el lápiz... La fidelidad a ciertas marcas y hábitos es una señal de nuestro compromiso con la tarea artística.

    5. No dejes pasar de incógnito ningún pensamiento, y lleva tu cuaderno de notas con el mismo rigor con que las autoridades llevan el registro de extranjeros.

            ¿Quién puede considerarse escritor si no lleva permanentemente encima un útil de escribir y una libreta minúscula donde tomar notas justo cuando la inspiración nos visita? Mi costumbre es abrir unos cuadernillos, a los que pomposamente llamo Sala de máquinas, donde voy apuntando, al hilo del desarrollo de la historia, cuantas intuiciones creo que pueden mejorar el texto.

   6. Que tu pluma sea reacia a la inspiración; así la atraerá hacia ella con la fuerza del imán. Cuanto más cautela pongas al anotar una ocurrencia, más madura y plenamente se te entregará. La palabra conquista el pensamiento, pero la escritura lo domina.

           Esperar la inspiración equivale, en la mayoría de los casos, a no salir de un impasse que nos lleva a la derrota.  Las «ocurrencias» exigen rumiación y detenida elaboración, del mismo modo que a cualquier frase escrita le ha de costar lo suyo pasar el filtro de la exigencia que todo autor que se precie debe usar. Las ideas felices que nos rondan por la cabeza, solo son estimables cuando pasan de las musas al papel, y Benjamin sugiere, con excelente criterio, que no aceleremos esa transición.

     7. Nunca dejes de escribir porque ya no se te ocurra nada. Es un imperativo del honor literario interrumpirse solamente cuando haya que respetar algún plazo (una cena. Una cita) o la obra esté ya concluida...

            A este respecto, Benjamin está muy de acuerdo con el consejo que le leí a Hemingway una vez y que he cumplido a rajatabla: el escritor jamás se puede permitir dejar de escribir hasta que sepa exactamente cómo va a continuar. Entonces, pueden hasta pasar meses o años, que cuando reemprenda la escritura, esta fluirá como si la hubiera suspendido unas horas antes.

      8. Ocupa las intermitencias de la inspiración pasando en limpio lo escrito. Al hacerlo se despertará la intuición.

            No sé los demás, pero yo solo suelo seguir este consejo en caso de gran atasco. Si todo fluye como debe, pasar el manuscrito a limpio en el ordenador es, para mí, una fase más de las correcciones de lo escrito, y no la última, que será siempre la de la lectura de las galeradas.

       9. Nulla die sine línea —pero sí semanas.

            Aunque la frase se refiere al pintor Apeles, y la escribió Plinio el Viejo, los literatos la hemos hecho nuestra con singular habilidad, porque la línea de texto no es a lo que se refiere la línea de la cita, está claro. Relativiza Benjamin la exigencia de ponerse obligaciones como la de la cita, pero el escritor siempre escribe, aunque no trace ningún signo sobre el papel. Solo hace falta recordar que Juan de la Cruz creó y memorizó su Cántico Espiritual, y fue su primer afán, tras escapar de la prisión que hubiera acabado con sus días, que le tomaran al dictado tan altísima composición.

     10. Nunca des por concluida una obra que no te haya retenido alguna vez desde el atardecer hasta el despuntar del día siguiente.

            Trasnochar porque nos alborotan la mente pasajes de una obra, la insatisfacción ante ciertos recursos o la perplejidad ante el camino a seguir es algo muy propio de los artistas. La terapia gestaltica habla de gestalts (o asuntos) no resueltas como causa evidente del insomnio. Puedo dar fe.

     11.  No escribas la conclusión de la obra en tu cuarto de trabajo habitual. En él no encontrarías valor para hacerlo.

            La mentalidad de scholar de Benjamin, y su apego al lugar de trabajo, con el que establece una relación emocional muy profunda, le lleva a sugerir esa prohibición. Yo disiento, aun teniendo la misma alma de estudioso, porque ningún lugar mejor que el propio estudio para culminar una aventura que ha transcurrido toda o casi toda ella en él. Al César...

       12. Fases de la composición: idea-estilo-escritura. El sentido de fijar un texto pasándolo a limpio es que la atención ya solo se centra en la caligrafía. La idea mata la inspiración, el estilo encadena la idea, la escritura remunera al estilo.

            Particularmente, me cuesta seguir un planteamiento tan analítico, porque, acaso en mi inconsciencia creativa de baja estofa, dese la idea hasta el estilo todo se resuelve en ese momento mágico de la escritura, cuando la pluma discurre sobre el papel como si nosotros, los creadores, estuviéramos ausentes.

      13.  La obra es la mascarilla funeraria de la concepción.

            ¡Excelente aforismo del género de la paradoja! Vista así, no hay obra que esté a la altura del poder genesíaco de la concepción, y sé de buena fuente que esa convicción ha apartado a muchos autores de intentar materializar algunas que hubieran merecido los honores de la impresión...