domingo, 9 de febrero de 2014


El Liceo de barri: todo cambia y todo queda…



       Hoy, sin cambiar el ecosistema en el que me muevo como antropólogo inocente o sociólogo de baratillo, porque el Liceo forma parte de Ciutat Vella, he trasladado mi observación al interior del sueño megalómano (o megalomelómano) de la burguesía catalana, para no perder nota de una joya del belcantismo, La sonámbula, de Bellini, y para observar con detalle cuanto me rodeaba.
        De aquellos tiempos de juventud en los que tenía por costumbre pasar algunos domingos por la tarde por la entrada del Liceo para burlarme, con otros muchos, de los piratas burgueses que iban a lucir poderío social con sus cochazos con chófer, sus fracs, sus joyas, sus pieles, etc., hasta hoy, ha llovido mucho y mucho han cambiado las costumbres para que hasta un casi paria social como yo acabe beneficiándose de una institución que lleva camino de desaparecer por inanición presupuestaria.
         La primera vez que entré, aún exigían corbata a la entrada, si bien logré esquivarla por llevar chaqueta con un jersey de cuello vuelto. Ahora, la competición se ha establecido por ver quién viste más transgresor para entrar en el templo burgués, y alguno en pantalones pirata y camiseta, de Custo, eso sí, se ha llevado la palma. Digamos que el “honrado pueblo” ha hecho de su visita al Liceo una especie de consigna okupacionista para demostrar que la Bastilla ha sido tomada, y que salvo el Círculo Ecuestre y alguna que otra institución semiclandestina, pocos son los reductos del poder fáctico que quedan incólumes. Lo normal, hoy en día, son los vaqueros, las camisas de cuadros, de franela, los chubasqueros y, junto al muy variado prét à porter, antiguos observantes del rito de ponerse “de tiros largos”, aunque la sesión sea, como hoy, a las cinco de la tarde. 
           Sigue practicándose en el templo de la lírica un antiquísimo deporte de doble dirección: mirar y dejarse mirar, cuyo campo de juego favorito es la Sala de los espejos, donde se reúnen los practicantes en el largo intermedio. La Sala  de los espejos es un poco el orgullo del teatro. El techo está circundado por inscripciones relativas al poder  moral del arte y especialmente de la música, todas ellas en escrupuloso castellano, aunque quiero intuir que debió de haber sus más y sus menos cuando se reconstruyó –una de las grandes equivocaciones de la empresa, que optó por el ombliguismo en vez de por un teatro de ópera del siglo XXI– para cambiar la lengua de esas inscripciones. De todas ellas, recojo la más llamativa, por su valor metafórico: “El arte no tiene patria”. A Mas no se le conocen debilidades operísticas, pero esa inscripción debe de ser algo así como una herida mortal en su discurso, de ahí que prefiera no frecuentar el sitio. A Rajoy le va el Marca y su país es Rojaña, del mismo modo que al NHMas le va el Sport y su país es Barçaluña, tal para cual.

           Lo que siempre sorprende del Liceo, y eso no ha cambiado de ayer a hoy, es lo cara que se pagan las siestas tantos asistentes, y aunque la obra de esta tarde estaba relacionada con el sueño, se ha de tener mucha flojera –o mucha edad…– para cerrar los oídos con los párpados… Que la crisis ha tocado fondo en el Liceo lo prueba el que haya un discreto comando de  captadores de abonados en esa Sala de los espejos, como si fueran los vendedores de El Corte Inglés que quieren (¡con inmejorables condiciones!) endosarte su “Cortycard”, y que se dirijan a bindundis como yo explicándoles las ventajas de adquirir un abono para la próxima temporada. La verdad es que, siendo aficionado y pudiéndotelo permitir, sale a cuenta; pero dado el ERE descubierto que están llevando a cabo, más vale no adquirir nada a largo plazo con ellos. La deuda ronda los 20 millones de euros. ¿Es viable el Liceo? ¿Nos lo podemos permitir?  Mientras la crisis no se lo lleve por delante, la verdad es que dentro ofrecen la más depurada magia visual y sonora que imaginarse pueda, y relativamente bien de precio. Cuando se haya de pagar lo que realmente vale, entonces ya no nos quedará sino, como siempre, volver a verlas, las óperas, por televisión, pero no es lo mismo.

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