De lemas y males: una triste campaña electoral
Echando la vista atrás, que es prerrogativa de la edad avanzada, descubro entristecido la diferencia esencial entre la actual campaña para el parlamento europeo y las muchas que he vivido a lo largo del actual periodo democrático: la ciudad en campaña era el paisaje contra el que se recortaban los ciudadanos, afanados en su quehaceres privados y sabedores, hasta cierto punto, de que sus minucias particulares no podía competir con esos destinos históricos que se dirimían en dichas campañas. Nos sentíamos envueltos por carteles, mensajes, canciones, banderas, mítines, y era imposible no enterarse del momento que vivíamos. No había debates, es cierto, pero la ausencia del contraste civilizado de pareceres forma parte del núcleo esencial del pueblo español, algo así como nuestra particular cadena nacional de ADN.
Estos días, sin embargo, ¿quién sabe, si no pone un excesivo empeño de ingenuidad histórica en ello, que estamos a una semana vista de unas elecciones en que, por vez primera, podemos elegir directamente al Presidente de la Comisión en un Parlamento europeo con renovados poderes, es decir, con una merma evidente del nacionalismo que tanto distorsiona el proyecto europeo? Nada, por las calles, hace sospechar que vivamos momentos decisivos. La crisis, como las muy ingeniosas de El Criticón de Gracián, nos han aguzado el ingenio y nos han devuelto al pequeño mundo de nuestros intereses cotidianos, materiales y trascendentales, y que, lamentablemente, incluyen aun la supervivencia, para no pocos compatriotas.
Con desgana y escarmiento he ido pasando revista a los lemas electorales que se dirigían también a mí, supongo, aunque yo suelo vivir esos mensajes como un insulto a la poca inteligencia en la que me reconozco como persona, y no he apreciado nada en ellos que me haga pensar en que siquiera valga la pena interesarse por debates como el mantenido entre dos funcionarios del PP y del PSOE que cumplieron con creces con la idiosincrasia de sus respectivas formaciones.
Con nadie, ni en el trabajo ni en el ocio, he hablado de estas elecciones. Mi experiencia personal me lleva a concluir que la abstención puede ser desídica hasta lo inconcebible. Mi actitud personal es la de optar por el mal menor y votar a un partido que contribuya a disolver el bipartidismo estilo Restauración que ha llevado casi a la putrefacción al sistema y que ha generado unos automatismos corruptos, clientelares y de miseria intelectual que ha devaluado las antiguas ideologías a la categoría de dogmas eclesiales.
Antes pudo decirse, yo mismo lo dije y escribí, que las elecciones eran la "fiesta" de la democracia. Hoy son un lastre carísimo, un lujo que no merece la pena permitirnos, cuando vemos tanta necesidad a nuestro alrededor, y tantos dramas. ¿Qué dicen esos lemas electorales? Lugares comunes. Zafiedades eclesiásticas. Vulgaridades de manual. Son en última instancia, la corrupción de los sueños de buena parte de la sociedad.
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