onomástica
La parva propiedad del nombre propio.
El nombre hace a la persona, que
nace sin él, conviene recordarlo, por más que la identificación entre el nombre
y los rasgos físicos y morales de una persona sea la obra delicada y
perseverante de una azarosa biografía. Hay quienes nunca llegan a la altura de
su nombre, y otros cuya vida se reduce a su nombre, del que son hipóstasis
imperfecta. Con todo, lo peor de los nombres es la celebración de la
onomástica, una fiesta de exaltación poética cuyos orígenes mitad religiosos, mitad profanos, se pierden en la
noche de los tiempos, aquellos en los que el nombre de las personas parecía
surgir de sueños premonitorios. ¿Qué han
de celebrar un Juan, un José, un Francisco, un Julián, un Luis, un Germán, un
Isidro, un Enrique, un Pedro, un Javier o un Antonio frente a lo mucho que
habrían de hacerlo un Evandro, un
Ludolfo, un Críspulo e incluso un Sisenando?
Y llega el día fatal del calendario
en que quienes nos rodean se empeñan en celebrar -cada vez con menor entusiasmo, todo sea dicho de paso- que
paseemos por la vida un nombre antipático, inverosímil, una cruz, una ofensa,
un enigma, una indiscreción, un delito -que sí tiene nombre-, un anatema, un
escarnio o una puñalada trapera y calendaria. “Hoy es tu santo”, te dicen los
más entusiastas de la vida onomástica -especie, afortunadamente, en
bienaventurado peligro de extinción- con un memo alborozo que ni entiendes ni
compartes, y te sonríen como esperando que te salgan por los ojos fuegos
artificiales. Otros te lo dicen y se paran ante ti a la espera de saber si la
invitación va a ser rumbosa, de compromiso o simplemente no la va a haber. Hay
otros que se enteran al leer el periódico, se te acercan y te dicen algo así
como: ¡Vaya, de santo, eh!, y te dan
un golpe en la espalda que casi te provoca una luxación de clavícula. Lo que
más agradeces es la laica ignorancia de quienes viven ajenos al santoral y han
desterrado de su mundo festivo una celebración tan de viejo régimen. Apenas
oyes que te recuerdan el día que es con la sonrisita lela y la preguntita: ¿a que no sabes qué día es hoy?, se te
va la mente a la radio y a los redichos discos dedicados, aunque
afortunadamente nunca fuiste el destinatario de ninguna de aquellas
dedicatorias candorosas.
Quisieras no saberlo, que no es lo
mismo. Pero lo sabes. Sabes que el día de tu onomástica ha llegado, cual sea, y
no puedes evitar la comezón de una inquietud desasosegadora. ¿Que hay en la
discreta morfología de tu nombre para
que hayas de celebrarlo? Se espera de ti que te habite durante toda la jornada
una suerte de beatífica expresión de complacencia y plenitud, que no te enfades
por nada del mundo y que derrames toda una cornucopia de gentilezas,
amabilidades, sonrisas y parabienes. Has de tener un detalle, porque no hay
onomástica sin que te retrates, y has de ser bien rumboso, como corresponde a
tan magno acontecimiento: nada menos que llamarse como a uno le llaman, porque
uno mismo, salvo en trances deportivos de desfallecimiento, jamás se llama a sí
mismo. Te gustaría podérselo decir -¡gritárselo!- a todo el mundo, que tú nunca
te llamas, que tu nombre no es “tu”
nombre, sino el de los demás, y que deberían ser ellos, si quieren, quienes lo
celebraran, no tú, pues tú eres perfecta y confortablemente anónimo, y te
encanta ese estado de anonimia ¿ignominiosa?
Nada más tibio, en los tiempos que
corren -¡y hay que ver cómo corren!-, que la celebración onomástica. Quienes
tienen la desgracia de tener alrededor a
felicitadores profesionales, poco pueden hacer para escaparse de esa
vida onomástica que se multiplica,
entonces, por el número exacto de las amistades. Cierta suerte es que la
onomástica coincida con el cumpleaños, pero esa jugada maestra, también de la
vieja escuela, ha desaparecido de las prácticas sociales. Lo habitual es
duplicar las jornadas de exaltación personal. Pero mientras el cumpleaños tiene
un sentido bien definido: ponernos delante el espejo desde donde se ríe de
nosotros el abismo descarado del tiempo, la onomástica aparece cada día más, a
ojos de quienes como yo no se reconocen en el nombre anodino por el que son
llamados, como un insulso sinsentido incapaz de generar el más mínimo
entusiasmo o la emoción más superficial.
La vida onomástica, además, exige
la temible correspondencia social, lo que es un engorro de insospechadas
dimensiones. Sobre todo porque los entusiastas de dicha vida llevan una férrea
contabilidad de quiénes se acuerdan de la fecha en cuestión y proceden a
felicitar a los biennombrados. ¡Suerte de que para los nombres más comunes
siempre hay varios santos de idéntico nombre en distintos días, lo cual es una
coartada altamente estimable! ¿Y qué se regala por la onomástica? ¿Cómo medir,
en términos de albricias, el nivel del desembolso para una festividad tan
letrada? Un cumpleaños permite y a menudo exige el dispendio; ¡pero una
onomástica! El riesgo de quedar en ridículo sólo es comparable a la mema
ilusión de quien se cree que nuestro nombre es la bandera de nuestro Estado, el
símbolo de nuestra plenitud existencial; algo así como decir Andrés, pongamos
por caso común, y abrirse las puertas de la gloria al son de las campanas que
flotan colgadas del campanario de las nubes. Es difícil vivir al margen de la
vida onomástica, pero, por más que ande en declive la costumbre, debería formar
parte de nuestro programa de vida la exigencia moral de acabar de darle el
empujoncito final para despeñarla por el barranco de los rancios recuerdos de
antaño, ¿o debería decir de otrora?
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