Las décimas sin poesía
de la destemplanza te cambian la vida. Tiritas a la noche, y sudas y te hielas
y te abrasas y te empapas de fiebre licuada. Te levantas y la flojera casi te
hace trastabillar. El cilindro irregular y cárdeno del pene te arde en la mano
y el chisguete de orina ocre y humeante se bifurca más allá de la ávida garganta de la taza
burlada. Ya sabes que no estás para nada ni para nadie, ni para ti. O peor,
acabas de entrar en ti de la peor manera posible: cada articulación, cada
músculo, cada recodo de la garganta en carne viva, cada expectoración arrancada
con voluntad de aguerrido espeleólogo al tubo escarnecido, cada tiritona que te
sacude los hombros y los brazos como un títere de cachiporra, cada paso sobre
la nube de algodón gestatoria que te lleva de aquí para allá sin percatarte
apenas de lo que te rodea, cada vértigo que te amenaza con derribarte de forma
fulminante son vividos por ti con una conciencia meticulosa que te acrecienta
el malser, porque ya no eres sujeto susceptible del malestar. Flotas en lo que
te parece una realidad sin contornos, cuando se trata propiamente de una
ausencia de la realidad que te ha dejado con un embotamiento en el que no sabes
cómo orientarte y del que ignoras cómo salir. Noluntad, eres, ahora. Y santito
levitante, a fuer del torbellino en cuya chimenea pareces instalado desde que
las piernas temblorosas chocaron, al amanecer, contra el frío nocturno de la
habitación.
Hubo un tiempo de
juventud en que la destemplanza no se extendía al deseo, y con no poco orgullo
exhibías una gozosa vitalidad fálica que ahora te parece fragmento de un
desmesurado cuento fantástico. Hoy, por el contrario, la vida febril te impone
un cansancio eterno, un embotamiento que te aísla en una dimensión cuyos
territorios siempre admiten una nueva exploración, aun a pesar de que hay
constantes, paisajes invariables.
Lo que peor llevas es que te bailen las palabras, así como que se desvanezcan los sonidos o se vuelvan estridentes. Pero abrir un libro y que las líneas inicien una danza difícil de seguir sin que el vértigo te tumbe, ¡qué desazón! En el retorcimiento de las cuerdas impresas en la página, las palabras hacen cabriolas circenses mientras se ríen, o así te lo parece al menos, de tu confusión y de tu palidez de hoja reciclada. No mucho mejor llevas la administración de los fármacos que, diseñados para evitarte la llaga siempreviva de la faringe y facilitar la fluidez de una mucosidad pardoverdeamarillenta, te destroza el estómago y te deja sin apetito y, lo que es peor, sin gusto. Por eso -¡terror del equilibrio bascular, obra de tan fina diplomacia nutritiva!- no te apetece otra cosa que dulce, y casi solo dulce ¡Y cómo resistir, en estado de tan suma debilidad!
Lo que peor llevas es que te bailen las palabras, así como que se desvanezcan los sonidos o se vuelvan estridentes. Pero abrir un libro y que las líneas inicien una danza difícil de seguir sin que el vértigo te tumbe, ¡qué desazón! En el retorcimiento de las cuerdas impresas en la página, las palabras hacen cabriolas circenses mientras se ríen, o así te lo parece al menos, de tu confusión y de tu palidez de hoja reciclada. No mucho mejor llevas la administración de los fármacos que, diseñados para evitarte la llaga siempreviva de la faringe y facilitar la fluidez de una mucosidad pardoverdeamarillenta, te destroza el estómago y te deja sin apetito y, lo que es peor, sin gusto. Por eso -¡terror del equilibrio bascular, obra de tan fina diplomacia nutritiva!- no te apetece otra cosa que dulce, y casi solo dulce ¡Y cómo resistir, en estado de tan suma debilidad!
En invierno es más
soportable el asedio. La calefacción te ofrece un microclima tropical desde el
que te parece inverosímil el albornoz con el que te abrigas en tus paseos de
caminante sin meditación posible. El cerebro de tu destemplanza es una ciénaga
de mermelada y polvo de tiza en un encerado desgarrado por la rebeldía
resentida de la ignorancia. Te instalas en el sillón de cuero y enciendes la
televisión para adormecerte al ritmo, más febril aún que el latido de tus
sienes, de sus imágenes invasoras e insignificantes, doctrinales... Despiertas
entre sudores y temblores. Te asustan los rostros y los gritos, los decorados,
las luces, el plauspúblico rasurado, la vida hortera que se te mete hasta los
huesos temblequeantes...Renuncias.
En verano la fiebre es
una urgencia de delirios y vértigos. El agua te repele y el jugo de la naranja
tiene el sabor desvergonzado a moco de un beso acatarrado. Sueñas, entonces,
con el invierno y las calles anegadas de lluvia desde tu balcón bien cerradito,
hecho un mirón del espacio intangible entre tus ojos y la esparcida realidad
sobre la que el agua lava sus mil pecados.
El cuerpo destemplado
tiene siempre el alma haragana y los sentidos en huelga. La vida que se nos
presenta ante la indolencia peca de amorfa y descarada. No la reconocemos, ni
nos reconoce. Sombras matinales aisladas en el suburbano, bultos incomunicados,
eso somos en la fiebre. Porque a veces el delirio de la destemplanza nos urge a
salir, a vencer la barrera ardiente de la maldición, ¡y en mala hora nos atrevemos a recorrer apenas una manzana
entre estertores y convulsiones! La heroicidad se diluye como se nos licúa el
pulso agitado. La garganta nos muerde con su aspereza en la insensatez, y la
lengua sucia de la ceniza de la amigdalitis imposible nos mancha las palabras
que escupimos en la bacinilla, las que no nos liberan.
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