Amanecer...
Me permito encabezar estas impresiones con unas líneas de Galdós, en Prim, en las que se celebra el mismo instante: Aclaraba el día por instantes; era el momento más bello que sin duda existe en la Naturaleza. El cielo sereno y limpio, sin la más ligera mancha de nube, se inundaba de luz, dando vida y color a todas las cosas de la tierra. El silencio religioso de aquellos instantes sólo era turbado por lejanos desperezos de la ciudad que salía del sueño, y por los cantos de codornices aprisionadas que en diferentes balcones saludaban el día.
Decimos amanecer y, salvo que se sea animal de noche que llega a esas horas disociado por la estupefacción, nos perdemos en un vago referente del que perdemos memoria salvo, acaso, en las terribles noches incendiadas de verano, cuando el sudor, la incomodidad y el hastío nos empujan del lecho a la terraza e incluso a la propia calle, donde descubrimos, si el mal humor nos deja, lo que realmente significa amanecer, más allá de la literatura, el cine y algunas mitificadas experiencias de la adolescencia o la primera juventud. La lentísima graduación del negro al gris paloma contra la que se recortan las calles y los árboles, entre cuyas copas de hojas renovadas se instalan los destellos mortecinos de las amarillentas farolas, en modo alguno sugiere una lucha, porque todo transcurre como un pacto de no agresión: yo me retiro, tú te instalas. Como cada día. Hay una sutil armonía de colores a esas horas de semipenumbra: el rojo brillante de los frenos de los coches, la mole gris galena instalada en el punto de fuga de nuestra contemplación, los oscuros edificios que desperezan su negror de sueños colectivos, las líneas blancas del asfalto, el gris perla de las primeras palomas y algún destello blanco de las gaviotas afónicas que extienden su perímetro de caza a las calles de la ciudad. Desde el coche, entrar en Barcelona cuando amanece es hacerlo en una ciudad extrañamente silenciosa y ordenada. Pocos transeúntes, salvo los noctívagos, los nocherniegos, almas apegadas a embrujos de guardarropía. Aún las mangueras no trazan su arco gris de aljez sobre las aceras dormidas, pero el quiosco de prensa abre, sin embargo, su hueco de ventana impresa, abierta al mundo. Qué lenta transición del azul oscuro casi negro a los colores deslucidos del día nublado. Y sigo el vuelo amplísimo de una gaviota y me asalta el recuerdo del azul de la piscina Picornell reflejado en su pecho poco antes de posarse en un borde del inmenso pilón para calmar la sed. Ni siquiera hay perros cuyos dueños dormidos se dejen llevar por la necesidad de los canes. Amanecer es una palabra hermosa. Y en su mejor momento, un claroscuro de medias tintas y una serenidad pactada. Es hora de excursionista que sueña con cimas elevadas y trochas endemoniadas. El amanecer es un ecosistema breve, forzosamente transitorio. Moverse por él es descubrir el juego sutil de las transiciones, una invitación a la tregua y al entendimiento, al abandono de la nitidez y el rigor. En el amanecer uno mismo va despertándose a sí propio con una suavidad a menudo olvidada, con un mimo merecido, con una esperanza convincente y un deseo sinuoso. No hay dos amaneceres iguales, ciertamente, de ahí el espíritu cinegético con que compiten con los amantes del crepúsculo. Ambos son breves lenguas, de media luz y de brasa herida, extendidas en el horizonte por el que se pierde una mirada que vaga, atenta al contacto, que encuentra, que no busca. Sí, Amanecer es una palabra confusa, dubitativa, y a veces nos sorprende que su referente sea como es, como somos: una sinfonía muda de grises.
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