Cine político con resonancias chabrolianas: “La casa de mi padre” o la herida incicatrizable, un estremecedor choque de relatos.
Sigo estremecido aún, tras la tensa contemplación de una película sobre el drama familiar vasco que supuso, y sigue suponiendo, la irrupción del terrorismo como arma política en aquella privilegiada zona geográfica española. Tras la dictadura, todos pensamos que ETA renunciaría a la violencia y se “incorporaría” a la vida política española en igualdad de condiciones con los otros partidos para defender pacíficamente, mediante la palabra, un ideal de independencia al que, por lo que vemos ahora en Cataluña, no le parece fácil encajar la derrota legal que supone ser incapaz de luchar contra un estado de derecho que prácticamente hace imposible la consecución de ese ideal fantasioso, autoritario y criminal, si nos atenemos a la realidad histórica de España en sus más de quinientos años de Historia. Sigo en estado de choque, porque no solo la película, sino el coloquio posterior, con el director, con Gorka Landáburu, víctima del terror, y una estudiosa de la violencia y su traslación cinematográfica compactaron un estado de ánimo y una reflexión que por fuerza le dejan a uno, por insensible que quiera o finja ser, sumido en un dolor sordo, constante y agudo. He visto la película con una doble visión: la de la propia película y la de los tumultos orquestados contra la acción de la ley en defensa de la democracia en Barcelona, frente a un gobierno, el de la Generalidad, que los días 6 y 7 de setiembre se colocaron del otro lado de la ley, en una acción de desafío al estado que ha hallado una justa respuesta en la desarticulación del referéndum ilegal propuesta por el gobierno catalán y en la consiguiente puesta a disposición judicial del nivel no aforado de funcionarios y cargos políticos empeñados en llevar tal referéndum a cabo. No he leído Patria. O, mejor dicho, la he leído indirectamente a través de mi Conjunta. Pero ahí la tengo, en el estante-vestíbulo, no ignorando que mis pocas prisas nacen del seguimiento doloroso que he hecho toda mi vida, a golpe de siniestros titulares, de ese fenómeno a medio camino entre la delincuencia común y la política descerebrada. Sé que se trata de una historia “concreta”; pero haber leído tanto de tantos le deja a uno la falsa sensación de estar “al cabo de la calle”. La película por fuerza tiene mucho que ver con la novela, porque se trata de un enfrentamiento familiar que toma como pretexto el regreso de un empresario amenazado por ETA para acompañar a su hermano, exactivista de la banda, de la que ya ha renegado, en los últimos momentos de su enfermedad terminal. El empresario y su mujer vuelven de Argentina, donde ha vivido casi todos los años de su vida su hija, esta con un fuerte acento argentino que no tienen los padres, lógicamente. Se trata de un estupendo recurso narrativo, de un factor de distanciamiento, para que, con ojos externos, exentos de la contaminación de las pasiones que afectan al resto de personajes, veamos la índole peculiar de un conflicto que rompe familias en enfrentamientos que pueden llegar incluso a desear la desaparición del miembro de la familia que no se aviene a comulgar con el ideal patriótico que domina la vida cotidiana con un poder de coerción que Haneke plasmó a la perfección en La cinta blanca, una radiografía exquisita de la genealogía del nacionalismo autoritario (si es que hay alguno que no lo sea…).El hijo del hermano enfermo es militante de la kale borroka y está a un paso de empuñar la pistola para proseguir ese camino que lleva de la ikastola a la kale borroca y a las pistolas y las bombas. El encargo del hermano enfermo es que lo aparte de ese camino. Las tensiones entre la mujer del empresario, la cuñada viuda, que pretende “seducir” para la causa a la sobrina llegada del más allá del océano y alguna historia paralela, como la del periodista que renuncia a los escoltas para no “perder” su vida, que sigue haciendo con total heroísmo día tras día hasta que es asesinado con el famoso “tiro en la nuca”, o la propia historia amorosa entre los primos, el “preetarra” y la “argentina” sirven para describir, a grandes rasgos, una vida social en un pequeño pueblo costero no identificado, aunque fue rodada en Hernani, Fuenterrabía, Rentería y Tolosa, en la que, por mor de la narración, se concentran unos personajes y unos actos que se ajustan a la intención expositiva del relato, aunque choque, a simple vista, la libertad de acción de los terroristas. Queda claro que el empresario que vuelve renuncia a que le asignen la escolta que le ofrecen, lo que lo deja expuesto a que sea asesinado, como su compañero periodista. Esa “tensión” de la amenaza constante es una presencia fílmica de primer orden que, sin llegar al Mcguffin del maestro, nos tiene atados a la silla y sospechando de cualquier sombra. Estamos ante una película que sin los actores y actrices que tiene podría haber sido un bodrio espantoso. Pero la labor de los cinco principales: Gómez, Suárez, Echegui, Angulo y un excepcional Juan José Ballesta, que me recordó enormemente la actuación de otro gudari, Óscar Jaenada, en Todos estamos invitados, de Gutiérrez Aragón, una película que, para más casualidad, se estrenó el mismo año que la presente y con la que guarda no pocas similitudes, sobre todo por lo que al posicionamiento crítico frente al terror se refiere. Landáburu destaca de aquellos años de plomo algo en lo que no he dejado de pensar obsesivamente desde que empaticé con las víctimas: el silencio espeso y viscoso que se cierne sobre toda una comunidad; un silencio cómplice; un silencio Albal que todo lo envuelve y casi adecenta: si no se habla de ello, no existe. Si existe y no te toca, cojonudo… Ver La casa de mi padre no es fácil, sin que a uno se le dispare la vena vengativa, el odio que alienta a la parte filoterrorista de la población que, como en el caso de la cuñada, se siente agraviada por haber padecido el abuso de la autoridad y cree, en estremecedora respuesta que “hay motivos por los que es necesario dar la vida”, opuesta a la convicción de la sobrina de que ningún motivo justifica matar a nadie. Estamos, pues, ante dos concepciones de esas que se llaman “diametralmente opuestas”, porque se trata de un enfrentamiento, de posiciones que no se está dispuesto a reconsiderar ni por un momento. Que, además, anden de por medio, las rencillas de la vida cotidiana, las pequeñas historias de los rencores, los agravios o los desencuentros de una vida en una pequeña localidad, otorga a la película ese aire chabroliano que menciono en el título, un espacio reducido en el que las pasiones parecen dispararse en relación con la opresión del medio. La película, teniendo en cuenta la fortísima carga ideológica que hay en ella, no se ve con los ojos críticos habituales. Fluye, por así decirlo, con una caligrafía transparente que permite seguir la historia con agilidad y una buena planificación de los momentos esenciales que forman parte de la historia. Hay encuadres y secuencias muy conseguidas, pero la sensación de vida conseguida es de tal naturaleza que vamos más allá del concepto de documental y entramos directamente en “la vida misma” representada ante nuestros ojos atónicos con un extraordinario convencimiento que va mucho más allá de la lectura simbólica que admite y del uso discriminado de las señas de identidad. Insisto, la situación golpista que vivimos en Cataluña me ha hecho ver la película con un ojo puesto en la historia que cuenta y con el otro en las noticias alarmantes de los tumultos callejeros que intentan hacer triunfar un golpe de estado que en modo alguno puede ni debe triunfar. Me ha parecido una película valiente, desacomplejada, efectiva argumentalmente y con la virtud de poner las cartas sobre la mesa para que los espectadores lleguemos a nuestras propias conclusiones. El director se quejaba del silencio que halló como respuesta a su propuesta; la indiferencia de quienes, imagino, hubieran querido que “machacara” hasta el aniquilamiento a esta o a aquella parte, en función de las ideas que cada cual defiende. Lo que no sea “hacer sangre”, en este país tan apasionado, ya sabemos que no se estila y que se tacha de “equidistante”, sino de “complaciente” con el terror, por ejemplo. En fin, a mí me parece una película muy interesante y positiva, que toma partido por la vida e incluso, en el futuro inmediato, por el amor, como se manifiesta en la caricia con que se separan los dos jóvenes enamorados a los que separa la trinchera del odio…Hay que verla, de verdad. Por la verdad.
La visita de Amsterdam soy yo. Me has dado ganas de ver la película.
ResponderEliminar¡Por Amsterdam nada menos! Disfruta, tú que puedes... Otros estamos aquí, al pie del cañón y con la pólvora mojada... La peli fue una sorpresa, de esas que voy grabando del cine español y veo a posteriori. Excelente cine político, necesario y eficaz. La soledad del director ante la frialdad del recibimiento por unos y otros, daba que pensar. Gorka Landáburu estuvo magistral en el coloquio final, en efecto. Por otro lado, el País Vasco es siempre un escenario natural privilegiado.
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