Paradojas catalanas
Que los hijos que rondan la cincuentena no puedan encargarse día y noche de sus padres es una realidad tan aceptada que a nadie sorprende que el mercado laboral haya generado una demanda de cuidadores que se hagan cargo de esas personas próximas a la muerte o a la invalidez. Lo sorprendente es, aquí en Cataluña, que la mayoría de esos cuidadores son de origen sudamericano, lo que, para un buen número de mayores catalanoparlantes que por fin han conocido una Cataluña catalana en la que un gobierno -el de unos pocos, que no de todos- impone la lengua catalana, multa por usar el castellano e ignora no sólo el bilingüismo real de la sociedad sino que desprecia a la mayoría que tienen el castellano como lengua materna, más del 60% de los catalanes; que para esos mayores, digo, no deje de ser una paradoja que se vean forzados, en sus postrimerías, a desempeñarse lingüísticamente en la lengua de Cervantes. Es cierto que todos ellos, en mayor o menor medida, por razones históricas, lo dominan y son competentes, si bien no es menos cierto que el castellano con el que han de vérselas no es el de Valladolid o Logroño, sino con variantes que, a veces, se les hace difícil de entender. Es curiosa esa relación catalanohispánica que se ha forjado en tantos hogares y que, por la dedicación, afecto y profesionalidad de esos cuidadores ha significado una nueva perspectiva en la "cuestión catalana". Sé de hogares en los que la cerrazón secesionista de los hijos choca con la incomprensión de esos mayores que agradecen los cuidados y la compañía, sobre todo la compañía, de esos nuevos inmigrantes que les permiten llevar una vida próxima a la calidez humana. Son trabajadores, es cierto, pero realizan un trabajo que no se puede hacer a desgana o mecánicamente, como las impersonales relaciones sociales habituales nos tienen acostumbrados. Me cruzo a menudo con estas parejas desiguales por las avenidas y los parques cercanos a mi domicilio, o coincido con ellas en los supermercados, y doy fe de la naturalidad, espontaneidad y concordia con que se conducen. Incluso diría que muchos de esos ancianos dan gracias por haberse librado de la tortura reivindicativa de unos hijos que no hacen sino echar pestes de a quienes ellos defienden desde una tolerancia que no pueden hallar, para su tristeza, en esos vástagos suyos retorcidos por la ideología del rencor.
No sé si conecta totalmente con tu escrito, pero hace unos días vi una escena semejante. Una mujer mayor en silla de ruedas -y evidentemente postrada- era empujada por una asistenta sudamericana. Sentí una simpatía por la escena, hasta que vi colgada en la silla de ruedas una gran pegatina de la estelada que no se había visto en el primer vistazo. Me di cuenta de lo que significan los identificadores políticos. Esa mujer inválida era totalmente dependiente pero quería mostrar al mundo cuáles eran sus adhesiones políticas con la consecuencia de que los que la vieran con esa bandera, sentirían hacia ella, más que la compasión que yo había sentido al principio, animadversión, ira, indiferencia o, por el otro lado, solidaridad y entusiasmo por la clarificación política de la mujer totalmente traída y llevada por la asistenta que la cuidaba que, por cierto, iba hablando por teléfono sin hacer mucho caso de la ufana y soberbia agitadora de la hoz vengativa. No me gustan los distintivos políticos. Nunca pondría en mi ropa una señal que me identificara o en mi balcón una bandera que delimitara cuáles son mis adhesiones.
ResponderEliminarPara ciertas personas la radicalidad política adquiere el mismo grado de consuelo que antaño al menos tenía la pertenencia a la iglesia católica. En el caso del catalanismo político se suman ambas "fuerzas" para construir un imaginario paradisíaco de lo que sería Cataluña gobernada por curas y secesionistas al alimón... ¡Para salir corriendo en todas las direcciones de la rosa de los vientos! ¡Como cencerros!
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