La huella de la vida en la casa propia o el peso terrible y cinerario del museo .
Entrar en las casas-museo de escritores o artistas tiene siempre un sí sé qué de ambigüedad: Ellos ya no la habitan; pero todo parece disponerse para dar al visitante la impresión de que los artistas acaban de salir a hacer un recado y que volverán enseguida para departir breve y cortésmente con nosotros, antes de retirarse a sus "altas" ocupaciones inaplazables. Ese difícil equilibrio entre la presencia y la ausencia rara vez se mantiene con todo su poder de sugestión. Lo propio es que lo museístico, esa sepultura abierta de las vanidades, acabe imponiéndose a la percepción vital de los personajes en su espacio más íntimo y nos impida "conectar" con la humanidad o inhumanidad de los personajes a quienes se rinde la pleitesía de la visita. Tres espacios íntimos visitados en una semana quizás sean muchos, pero los tres fueron interesantes, en la medida en que, al menos dos de ellos, forman parte de los escritores leídos: Unamuno y Saramago. César Manrique, por su parte, forma parte inextricable de la isla a la que sus afanes artísticos han hecho, más allá de su persona y su obra, famosa en el mundo entero. La morada de Unamuno en Fuerteventura, en la antigua Puerto Cabras, fue un hotel, convertido hoy, claro está, en casa-museo, si bien propiamente solo se guarda de él un eco de su presencia en la isla a través de fotografías y los espacios donde vivía y trabajaba. Me fue imposible, sin embargo, acceder a la azotea, a la que se subía desde el impluvium mediante una escalera, para imaginármelo completamente desnudo, bronceándose, mientras leía, orgulloso, los Episodios Nacionales de Galdós como nunca, antes de él, nadie los había leído: como llegó al mundo. Los espacios del hotelito son pequeños y mantienen un aire solemne que no debió de tener en sus días. ¡Qué trabajo cuesta imaginar a un ser tan vitalista como Unamuno encerrado entre esos muebles "estirados", en esa cama severa donde añoraría la presencia cosoladora de su Concha: esposa, novia, hermana, madre, confidente..., según la definió alguna vez.
No hube de hacer un poderoso esfuerzo de imaginación para representarme a don Miguel escribiendo en el austero despacho donde acaso no estuviera, en su época, la pequeña escultura que ahora hay de Galdós; y ello porque cuando un escritor escribe, la focalización en el papel blanco es de tal naturaleza que bien puede hablarse de que todo alrededor de él desaparece, incluido el propio autor, sumergido en el texto que parece escribirse solo a medid que la mano se mueve con agilidad por los renglones haciendo aparecer en ellos la vida, el pensamiento o el canto... No, no cuesta trabajo intuir la soledad de Unamuno y el apartamiento de sí mientras va componiendo el diario íntimo en sonetos de su destierro tan lejos de España, por más que toda España estuviera con él en la paupérrima isla, aún no bendecida por un turismo lejano, y su palabra fuera el mejor presente de la dignidad de la nación. El hotel, una planta baja de trazado rectangular con dos pasillos laterales a los que se abren las distintas dependencias: habitaciones, cocina, baño, etc., conserva un silencio como de formol y un lustre de aseada fiesta mayor: ni una voz más alta que otra altera el sosiego del espacio: diríase que el artista cincela sus versos llenos de acritud y de nostalgia, a partes iguales, y que nada ni nadie puede ni debe molestarlo. No, en modo alguno teme uno salir de una estancia y musitar un "Buenos días, don Miguel", tras tropezarse con el afable y severo pensador y literato, mientras va camino del cuarto de baño o a pedir un poco de sal de frutas en la cocina para aliviar el ardor del queso majorero, demasiado curado, del desayuno. El visitante se atreve a ver a Unamuno tumbado en la cama, vestido, los brazos cruzados bajo la nuca, los pies descalzos, en actitud ensoñadora, quién sabe si a punto de quedarse dormido en la siesta del carnero, mientra repasa los rostros individuales de su numerosa familia... Una casa-museo, se le revela entonces al visitante, es casi un oxímoron: la vida y la muerte no pueden compartir el mismo espacio sin que, en tan desigual batalla, pierda la vida su razón de ser y gane el museo su rotunda y atildada presencia marmórea. Sí, salir del hotelito es una bendición, y más aún coger el coche-camello y dirigirse a Betancuria, donde la incuria del tiempo no ha podido hacer desaparecer el breve encanto de la que fue capital interior de la isla; por entre sus escasas calles sí que la presencia de Unamuno adquiere una entidad vital de la que carecía en su alojamiento hotelero.
La casa de César Manrique, perdida en un pueblo de montaña, en Haría, no engaña al visitante: en vida del autor ya fue concebida como museo viviente, y todos sus espacios han sido diseñados para ser usados y para ser admirados, al tiempo.
Ninguna celebridad que visitara la isla dejaba de visitar esa casa, que fue ampliándose a lo largo de los años con nuevas estancias, cada una de las cuales se caracterizaba por la impronta que el artista dejaba en ellas, imprimiéndoles el sello especial de su genio diseñador. Esa vocación museística no ha impedido, sin embargo, que la casa conserve un aire de espacio vivido, habitado, que se aprecia, sobre todo, en los cuartos de baño, de los que parece que fuera a salir, el dueño, cubierto por un albornoz, para invitarnos a un café o un refresco al tiempo que nos envuelve un fuerte aroma a elixir bucal. El privilegiado espacio de la chimenea en una pared de roca volcánica permite rescatar el eco de algunas veladas dialécticas llenas de evocaciones y confidencias. Sí, se oye el apagado chirrido de los muelles de los sofás y la sofocada respiración de los cojines, mientras tintinea en el aire el sonido metálico de la badila que ha tropezado con uno de los morillos tras reordenar los troncos que se consumen en la chimenea. La presencia dominante de libros de arte, de decoración y de diseño indican no solo la especialización del artista, sino el referente que parece haber guiado la construcción de unos espacios en los que ni siquiera falta algún detalle de relativo mal gusto, como la cocina de estilo inglés, impropia del resto de la casa y, sobre todo, de una construcción en la que no parece que tenga cabida el estilo del cottage, pero así son las decisiones artísticas.
La última visita a un espacio personal sin la persona que lo definía es la casa de escritor José Saramago. Anticipo que el viejo idealista comunista no me ha sido nunca nada simpático. Me recordaba demasiado a Álvaro Cunhal y su tétrica presencia y trasnochado ideario estalinista. Leí su Ensayo sobre la ceguera y me deslumbró la invención y la prosa. Leí después El año de la muerte de Ricardo Reis y le hice un hueco en mi almario, donde Pessoa ocupa destacadísimo lugar. Me chocó, en el estudio del autor, ordenado, pero no fosilizado, su devoción por Pessoa, en las antípodas de su pensamiento político y vital; pero no seré yo quien se lo reproche. La guía nos recordó cuál era el motto que no se le caía a Saramago de la boca: algo así como que el tiempo apremia, y que no se podía perder, que tenía mucho que escribir...
Esa sola mención a la urgencia de no perder el tiempo me unió a la ausencia del escritor, cuya cama mortuoria me pareció opresiva y, de ser su mujer, para no volver a usarla jamás. Como se trataba de un ser frugal, trabajador, poco dado al exhibicionismo, ningún detalle en la casa excede de la discreción habitual del personaje, quien releía, en los días cercanos a su muerte, La montaña mágica.
La casa es relativamente pequeña y modesta, y los espacios tienen un no sé que de poco prácticos, dado lo abigarrado del mobiliario. ¡Y suerte que construyeron una biblioteca en un espacio adyacente a la casa!,lo que los liberó de un agobio terrible, porque los libros, como los muros la hiedra, lo van ocupando todo y, al final, hasta consiguen echar a los propietarios hacia espacios vacíos donde recuperar una visión deslomada y relajada. Insisto, ninguna pieza, ni siquiera la cocina, donde a veces invitaba el autor a algún despistado que llamaba a su puerta a tomar un café, tan interesante como el estudio: en él se concentras las mejores vibraciones de la casa, las que nos rescatan, como un holograma, la figura del autor dedicado a su labor callada, solitaria y de dimensión universal. Llama la atención una colección de plumas que, sin embargo, son totalmente "postizas": Saramago escribía en el ordenador desde la aparición de estos útiles impersonales. Las plumas son todas regalos de admiradores ignorantes de sus hábitos de escritura electrónica. Esos detalles de decoración, salvo los lienzos que cuelgan en las paredes, le restan vida al museo, y solo la recupera en esos volúmenes "tocados" por el autor y en los que sus ojos castigados se engolfaron con un afán similar al de propio visitante: Gracián, Antonio de Guevara, San Juan de la Cruz... ¡Se siente, entonces, uno como en su propia casa! Ninguna visita más real, a la casa del autor, que la de haber podido sentarse en uno de los sofás de la sala de estar y hojear alguna carpeta donde el autor guardara apuntes, originales, esbozos de futuras obras o pensamientos sueltos anotados en cualquier trozo de humilde papel... La guía, que peca de solemne, por mor de su pasión por el autor, nos recuerda, sin embargo, constantemente, que estamos en un "museo", y es lo peor que le puede pasar al escritor, cuyo espíritu he creído intuir, libre y meditabundo, en el jardín de la casa, junto a los olivos, como el de esa foto entrañable de él transportando uno de ellos en una maceta en el avión para replantarlo en el jardín, donde ahora exhibe todo su orgullo de especie milenaria...
Traspasar el umbral de la vivienda de artistas famosos no siempre significa recuperar la presencia viva de los mismos, pero siempre hay algún rincón que ha sobrevivido al impulso museístico que acalla los rumores, los ecos, de esas vidas. Es extraña la situación del visitante: incómodo por transgredir los límites de la intimidad y, al tiempo, expectante ante cualquier destello de vida que, como una aparición, pueda atesorar en su recuerdo. Como dudoso dueño de una Provincia mayor que el mundo..., el Artista Desencajado entra en el espacio íntimo de los demás y está convencido de que no le gustaría que entraran en el suyo...
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