sábado, 2 de noviembre de 2019

«Cinco horas con Mario», de Miguel Delibes o érase una actriz, Lola Herrera, a una obra pegada.



Lola Herrera/Carmen Sotillo o cuando  la ficción y la realidad desdibujan sus perfiles y el arte teatral sale ganando.

Ha pasado por esta Barcelona de la insurrección supremacista del nacionalismo xenófobo catalanista una actriz como la copa de un pino interpretando una obra/documento sociológico en cuyas representaciones ha estado atareada durante cuarenta años, porque, tratándose de una adaptación al teatro hecha por el autor, Miguel Delibes, de su novela Cinco horas con Mario, este ya dijo que la única Carmen Sotillo posible y deseable era Lola Herrera, con quien esta se ha identificado de tal manera que bien puede decirse que ambos nombres irán siempre unidos en la memoria de los espectadores.
 No solo la de los de la obra de teatro, que ahora ha vuelto a Barcelona después de muchos años, sino también de la de los de la película, Función de noche, de Josefina Molina, cuya idea surgió tras observar la directora cómo la actriz, en una de sus representaciones aquí en Barcelona, cayó desmayada al suelo, presa de la fortísima crisis de identidad que estaba sufriendo merced a la interpretación de una vida que tantas concomitancias tenía con la suya propia.
A partir de ese incidente, se le ofreció a la actriz la posibilidad de realizar una película singularísima en nuestro panorama cinematográfico porque es una terapia matrimonial crudísima y sin tapujos  ni maquillajes entre ella y su marido, Daniel Dicenta. De forma paralela a lo que ocurre con el «desnudamiento» psicosociológico de la protagonista de la obra Carmen Sotillo, quien se revela tal y como es, incluso para su propio horror y no poca vergüenza, por el hecho, para ella inimaginable en otras circunstancias, de expresar intimidades cuya simple elocución la turban profundamente, Dicenta y Herrera tienen, ante las cámaras, una larga conversación en la que, desde la serenidad de los rencores sofocados, van analizando lo que una época muy oscura de la historia de España, la dictadura de Franco, hizo con ellos: una obra de deformación que les provocó no pocos sinsabores, amarguras e incluso una dolorosa separación; aunque lo peor de todo fue la sensación de haber sido expoliados de su verdadero yo, de ignorar cuáles eran, frente a las castradoras exigencias morales de su tiempo, sus auténticas necesidades y sus verdaderos deseos e inclinaciones.
El dolor de enfrentarte a ti mismo desde el despojamiento, de una fachada de ficción que, impuesta por los convencionalismos y las tradiciones exteriores, uno siempre ha confundido consigo mismo, es el verdadero dolor que expresa la protagonista de Cinco horas con Mario, y halla, para que los espectadores lo perciban nítidamente,  en Lola Herrera los únicos acentos, inflexiones, crispaciones, guiños, complicidades y dolores incomparables.
Aunque la actriz dobla actualmente la edad de la protagonista, su presencia en el escenario -el micro, finalmente, se ha convertido en una distorsión que no nos queda más remedio que aceptar, aunque no puede compararse con la magia de la voz natural dominada por un largo ejercicio de la profesión- crea perfectamente la ficción de la mujer joven que asiste a la súbita muerte de su marido,  quien poco menos que le reprocha que la deje en la estacada, con los hijos aún pequeños y sin haber accedido a una estabilidad económica y a un estatus social como el que ella -a la que nunca le faltaron pretendientes-  «merecía» y que él, un catedrático de izquierdas, opositor al Régimen, desdeñaba.
En una representación sin interrupciones, con un ágil ritmo narrativo, el propio de la novela adaptada, Lola Herrera nos ofrece lo que podríamos considerar una suerte de antiepicedio, porque la retahíla de reproches al marido no va a cesar ni un momento. Carmen ajusta cuentas, y entre ellas la primera es la de no haberse sentido «deseada» ni bien tratada, porque en la vida de su marido la carrera, la vocación literaria combativa y la política ocupaban un puesto preeminente que ya le hubiera gustado a ella tener.
La evocación de la admiración de los posibles «rivales» a los que su marido no temía, suma una perspectiva cómica al desarrollo del monólogo y le permite a la actriz un lucimiento merecido, porque la naturalidad de todo el monólogo, en el que hay ciertos motivos recurrentes con los que se busca la complicidad del espectador, como la admiración por los senos turgentes de ella bajo la rebeca de punto cuando pasa por delante del tendero que hubiera sido para ella un partido a la altura de su belleza y de sus aspiraciones, es una de las características básicas de la obra. La rica lengua coloquial de Valladolid es una constante en la obra y un dificultad añadida para los espectadores jóvenes, ¡y más en la CAT sumergida en la demencia educativa del monolingüismo catalán que margina el bilingüismo propio de nuestra sociedad!
Otra de las aspiraciones de la protagonista que da pie a uno de los momentos tragicómicos de la obra es el fuerte deseo de Carmen de tener un Seat 600, lo que le hubiera permitido acceder a un estatus que, al menos, le compensaría de alguna forma por las distracciones, afectivas y sexuales, de su marido. La «aventura» frustrada con un amigo de la pareja, y pretendiente desdeñado por pobretón en los años mozos, Paco, poseedor de un Tiburón Citroën y unos ojazos de actor de cine, además de una sólida posición social, es uno de los grandes momentos de la representación, porque en esa mezcla de respeto al marido y necesidad de autoafirmación, también del deseo sexual, advertimos el drama de la protagonista.
A muchos espectadores jóvenes, desconocedores de lo que era la «vida de provincias» de finales de los 50 y comienzos de los 60 en España les llamará la atención el conservadurismo, incluso el clasismo y aun hasta el racismo de la  protagonista, porque, en efecto, Carmen Sotillo es la representante paradigmática de una España tradicional, conservadora, retrógrada, que también, eso debió de pensar Delibes, tenía que ser oída, porque solo de ese modo podía entenderse una época histórica como la del franquismo. Con todo, en modo alguno podemos considerar a la protagonista una suerte de prototipo, sino un personaje concreto, singular, con una historia muy particular y solo parcialmente extrapolable.
Estamos, pues, no se olvide, en una vieja capital de provincia castellana, lo que en términos actuales llamaríamos, siguiendo el modelo cinematográfico usamericano, la España profunda, aquella que fotografió Cristina García Rodero con arte magistral. Un mundo pequeño, atravesado de aspiraciones menudas, de apariencias, rivalidades y no pocos deseos mezquinos, pero en el que Delibes ha tenido el arte taumatúrgico de crear un personaje redondo cuya exploración íntima acaba dándonos, por elevación, un retrato general del clima moral de un  país. Y ello, insisto, nos llega a través de una representación con una gran economía de medios en la escenografía y una poderosa dicción por parte de Lola Herrera que le concede a la palabra la virtud omnipotente de crear mundos que han tenido siempre en el teatro los actores y las actrices. Sí, en ellos el verbo se hace carne y respira y nos llega como una bendición literal: buena dicción: solo las palabras de Carmen Sotillo llenan la escena, y con ellas cuanto ella ha vivido y vive: el dolor, el amor, la envidia, los celos, la desesperación, la rabia, la humillación, la tentación, la devoción, la pasión, la crítica, el arrepentimiento…
Sí, Carmen Sotillo vive y los espectadores hemos tenido la suerte de que Lola Herrera la hiciera suya y nos la haya vuelto a traer. Cuando acabó la obra no se la aplaudió, sino que se la aclamó, acaso porque ella y nosotros sabíamos que oficiábamos una despedida, y le agradecíamos no solo su magnífica interpretación, sino, también, que hubiera tenido el valor de desnudarse emocionalmente como mujer ante la cámara de Josefina Molina para establecer ese paralelismo entre el personaje y la persona que tanto ha enriquecido esta obra de Miguel Delibes y que tanto nos ha enriquecido a quienes la hemos leído y se la hemos visto representar, padecer y gozar.


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