Lola
Herrera/Carmen Sotillo o cuando la
ficción y la realidad desdibujan sus perfiles y el arte teatral sale ganando.
Ha pasado por esta
Barcelona de la insurrección supremacista del nacionalismo xenófobo catalanista
una actriz como la copa de un pino interpretando una obra/documento sociológico
en cuyas representaciones ha estado atareada durante cuarenta años, porque,
tratándose de una adaptación al teatro hecha por el autor, Miguel Delibes, de
su novela Cinco horas con Mario, este ya dijo que la única Carmen
Sotillo posible y deseable era Lola Herrera, con quien esta se ha identificado
de tal manera que bien puede decirse que ambos nombres irán siempre unidos en
la memoria de los espectadores.
No solo la de los de la obra de teatro, que
ahora ha vuelto a Barcelona después de muchos años, sino también de la de los
de la película, Función de noche, de Josefina Molina, cuya idea surgió
tras observar la directora cómo la actriz, en una de sus representaciones aquí
en Barcelona, cayó desmayada al suelo, presa de la fortísima crisis de
identidad que estaba sufriendo merced a la interpretación de una vida que
tantas concomitancias tenía con la suya propia.
A
partir de ese incidente, se le ofreció a la actriz la posibilidad de realizar
una película singularísima en nuestro panorama cinematográfico porque es una
terapia matrimonial crudísima y sin tapujos
ni maquillajes entre ella y su marido, Daniel Dicenta. De forma paralela
a lo que ocurre con el «desnudamiento» psicosociológico de la protagonista de
la obra Carmen Sotillo, quien se revela tal y como es, incluso para su propio
horror y no poca vergüenza, por el hecho, para ella inimaginable en otras
circunstancias, de expresar intimidades cuya simple elocución la turban
profundamente, Dicenta y Herrera tienen, ante las cámaras, una larga
conversación en la que, desde la serenidad de los rencores sofocados, van
analizando lo que una época muy oscura de la historia de España, la dictadura
de Franco, hizo con ellos: una obra de deformación que les provocó no pocos
sinsabores, amarguras e incluso una dolorosa separación; aunque lo peor de todo
fue la sensación de haber sido expoliados de su verdadero yo, de ignorar cuáles
eran, frente a las castradoras exigencias morales de su tiempo, sus auténticas
necesidades y sus verdaderos deseos e inclinaciones.
El
dolor de enfrentarte a ti mismo desde el despojamiento, de una fachada de
ficción que, impuesta por los convencionalismos y las tradiciones exteriores,
uno siempre ha confundido consigo mismo, es el verdadero dolor que expresa la
protagonista de Cinco horas con Mario, y halla, para que los
espectadores lo perciban nítidamente, en
Lola Herrera los únicos acentos, inflexiones, crispaciones, guiños,
complicidades y dolores incomparables.
Aunque
la actriz dobla actualmente la edad de la protagonista, su presencia en el
escenario -el micro, finalmente, se ha convertido en una distorsión que no nos
queda más remedio que aceptar, aunque no puede compararse con la magia de la
voz natural dominada por un largo ejercicio de la profesión- crea perfectamente
la ficción de la mujer joven que asiste a la súbita muerte de su marido, quien poco menos que le reprocha que la deje
en la estacada, con los hijos aún pequeños y sin haber accedido a una
estabilidad económica y a un estatus social como el que ella -a la que nunca le
faltaron pretendientes- «merecía» y que
él, un catedrático de izquierdas, opositor al Régimen, desdeñaba.
En una
representación sin interrupciones, con un ágil ritmo narrativo, el propio de la
novela adaptada, Lola Herrera nos ofrece lo que podríamos considerar una suerte
de antiepicedio, porque la retahíla de reproches al marido no va a cesar ni un
momento. Carmen ajusta cuentas, y entre ellas la primera es la de no haberse
sentido «deseada» ni bien tratada, porque en la vida de su marido la carrera,
la vocación literaria combativa y la política ocupaban un puesto preeminente
que ya le hubiera gustado a ella tener.
La
evocación de la admiración de los posibles «rivales» a los que su marido no
temía, suma una perspectiva cómica al desarrollo del monólogo y le permite a la
actriz un lucimiento merecido, porque la naturalidad de todo el monólogo, en el
que hay ciertos motivos recurrentes con los que se busca la complicidad del
espectador, como la admiración por los senos turgentes de ella bajo la rebeca
de punto cuando pasa por delante del tendero que hubiera sido para ella un
partido a la altura de su belleza y de sus aspiraciones, es una de las
características básicas de la obra. La rica lengua coloquial de Valladolid es
una constante en la obra y un dificultad añadida para los espectadores jóvenes,
¡y más en la CAT sumergida en la demencia educativa del monolingüismo catalán
que margina el bilingüismo propio de nuestra sociedad!
Otra
de las aspiraciones de la protagonista que da pie a uno de los momentos
tragicómicos de la obra es el fuerte deseo de Carmen de tener un Seat 600, lo
que le hubiera permitido acceder a un estatus que, al menos, le compensaría de
alguna forma por las distracciones, afectivas y sexuales, de su marido. La
«aventura» frustrada con un amigo de la pareja, y pretendiente desdeñado por
pobretón en los años mozos, Paco, poseedor de un Tiburón Citroën y unos ojazos
de actor de cine, además de una sólida posición social, es uno de los grandes
momentos de la representación, porque en esa mezcla de respeto al marido y
necesidad de autoafirmación, también del deseo sexual, advertimos el drama de
la protagonista.
A
muchos espectadores jóvenes, desconocedores de lo que era la «vida de
provincias» de finales de los 50 y comienzos de los 60 en España les llamará la
atención el conservadurismo, incluso el clasismo y aun hasta el racismo de la protagonista, porque, en efecto, Carmen Sotillo
es la representante paradigmática de una España tradicional, conservadora, retrógrada,
que también, eso debió de pensar Delibes, tenía que ser oída, porque solo de
ese modo podía entenderse una época histórica como la del franquismo. Con todo,
en modo alguno podemos considerar a la protagonista una suerte de prototipo, sino
un personaje concreto, singular, con una historia muy particular y solo
parcialmente extrapolable.
Estamos,
pues, no se olvide, en una vieja capital de provincia castellana, lo que en
términos actuales llamaríamos, siguiendo el modelo cinematográfico usamericano,
la España profunda, aquella que fotografió Cristina García Rodero con arte
magistral. Un mundo pequeño, atravesado de aspiraciones menudas, de
apariencias, rivalidades y no pocos deseos mezquinos, pero en el que Delibes ha
tenido el arte taumatúrgico de crear un personaje redondo cuya exploración
íntima acaba dándonos, por elevación, un retrato general del clima moral de un país. Y ello, insisto, nos llega a través de
una representación con una gran economía de medios en la escenografía y una
poderosa dicción por parte de Lola Herrera que le concede a la palabra la
virtud omnipotente de crear mundos que han tenido siempre en el teatro los
actores y las actrices. Sí, en ellos el verbo se hace carne y respira y nos
llega como una bendición literal: buena dicción: solo las palabras de Carmen Sotillo
llenan la escena, y con ellas cuanto ella ha vivido y vive: el dolor, el amor,
la envidia, los celos, la desesperación, la rabia, la humillación, la tentación,
la devoción, la pasión, la crítica, el arrepentimiento…
Sí, Carmen
Sotillo vive y los espectadores hemos tenido la suerte de que Lola Herrera la
hiciera suya y nos la haya vuelto a traer. Cuando acabó la obra no se la
aplaudió, sino que se la aclamó, acaso porque ella y nosotros sabíamos que
oficiábamos una despedida, y le agradecíamos no solo su magnífica interpretación,
sino, también, que hubiera tenido el valor de desnudarse emocionalmente como
mujer ante la cámara de Josefina Molina para establecer ese paralelismo entre
el personaje y la persona que tanto ha enriquecido esta obra de Miguel Delibes
y que tanto nos ha enriquecido a quienes la hemos leído y se la hemos visto
representar, padecer y gozar.
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