jueves, 30 de marzo de 2023

Crónicas de Robinson desde Torilandia (II)

Del incierto sentido de los tiempos políticos y del madrileñismo...

    

No, a pesar de las ubérrimas tentaciones que anidan en urbe tan populosa como la gran villa manchega que es el Madrid cuyos orígenes se pierden en las mil y una noches, tomando del denostado Manzanares, aún innominado, su nombre arábigo de «corriente de agua»; a pesar de las copiosas atracciones que para un ser como yo, curioso e industrioso, tiene esta capital, no me he perdido. Aquí sigo, por cortesía de mi anfitrión, con quien cualquier día de estos he de reunirme, si sus innúmeros afanes le distraen algunas horas de amable conversación en su lengua o en la mía, en la que se afana con voluntad de escolar y contumacia de veterano en el «afincamiento de los codos» que, forzosamente, precede a la iluminación de la sabiduría o de la despabiladura, que tanto monta.

A pesar del acicate que para un observador foráneo tiene el grosero espectáculo político torilandesco, que alcanza niveles próximos al esperpento, una teoría estética a la que nosotros hemos llamado desde siempre grotesque, y que está emparentado, vía verbal, con el nonsense y, muy al fondo, con ese poema no tan suficientemente alabado como merece, el Hudibras, de Butler, Madrid me ha deparado algunas sorpresas tan maravillosas como mi propia y reconocida capacidad de admiración. Por cierto, de la cercanía al nonsense, que apareció en las letras inglesas bastante después de que mis andanzas literarias hubieran cesado, baste destacar la afición que tienen los políticos torilandescos a sostener que, más allá de que  las palabras significan lo que signifiquen, lo importante es siempre quiénes mandan y «sanseacabó», ese estupendo y espurio santo del santoral de las hermosas expresiones populares de este pueblo con tan noble historia de ingenios en las Letras, desde Quevedo hasta el propio creador del esperpento, el galaico, y algo británico o irlandés… —y yo me entiendo— Valle.

Que nadie se siente extranjero en Madrid es uno de los tópicos más verdaderos que yo haya conocido, y es cierto que los lugares y las personas se nos aparecen siempre mediatizados por esos «lugares comunes», y ya, en mis tiempos en la isla, pude comprobar el valor de los españoles en la lucha y en su sentido de la responsabilidad, fiándome de la cual, les dejé en posesión de la isla cuando yo la abandoné, a pesar de que recordé, en parte, esa leyenda negra que a siglo de hoy no me duelen prendas en reconocer lo injusta e interesada que ha sido. El trato afable, la llaneza en el mismo y el respeto a mi idiosincrasia son la norma en mi día a día lleno de descubrimientos, desde los famosísimos «churros y porras» hasta la claridad diamantina de sus cielos, la pureza sin afectaciones de su agua corriente y, en el campo del arte organizado, y a pesar de nuestros acreditados museos, la joya universal que es el Museo del Prado.

No puedo con el tráfico, lo reconozco, y vaya dentro de alguno de esos vehículos infernales o me mueva a pie por tan populosa corte, sufro esa plaga con poca paciencia, y me acuerdo de la paz de mi isla con sufrible nostalgia. La vida nos lleva donde los ingenios quieren… Y en esta Villa y Corte paso mis días de sorpresa en sorpresa y de estupefacción en sobresalto, no sabiendo nunca cuándo se ha alcanzado el culmen de la impostura y la trilería, sea en el Congreso, con bella custodia felina; sea en la forofa prensa de trinchera —ha cuajado en este hermosa lengua «fanático», del latín, voz que nosotros acortamos a fan, pero veo que no ha prendido hooligan ni el posible derivado *juliganismo que es lo propio de esa prensa y de muchas otra actividades—; sea en las barras de los bares, institución universal, pero tan peculiar de este Madrid del que acaso me esté enamorando demasiado; sea en las vocingleras radios y televisiones donde toda mezquindad sofística tiene asiento, tribuna y púlpito.

Tan hecho allá en Laputa a los detalles y las miserias de la política de Torilandia, no deja de sorprender que, contra viento y marea y contra la propia dignidad de quienes gobiernan, el gobierno en ejercicio trampee día tras día para evitar una quiebra que habría de conducir a lo que más temen en el gobierno, después de haber convocado dos en menos de un mes como prologo disparatado al esperpento que ha venido después: nuevas elecciones. Parece que han adoptado la opinión, el motto, del *nobelado escritor tremendista, Camilo José Cela, cuyo retrato debería de presidir los Consejos de Ministros: «Gana quien resiste»; si bien, para ser justos, lo suyo es que compartiera tal puesto de honor con otra de las grandes aportaciones españolas al arte, sutil y grosero al tiempo, de la politiquería: el jesuitismo, uno de cuyos lemas habría de figurar junto al motto de Cela: «En tiempos de turbación, no hacer mudanza». El «tremendismo», sin duda, tan castizo, debió de ser el responsable de convertir la «turbación» en «tribulación», que no es otra cosa que pasar el trillo, ¡ay!, por el alma.

En tiempos muy posteriores a mi aventura vital, las sufragistas británicas dieron un ejemplo al mundo de sacrificio en pro de la consecución de sus derechos, y esencialmente al del voto, del que durante siglos estuvieron excluidas; ahora, aquí en Torilandia, ¡y encumbradas al PODER, así, lleno de mayúsculas, las neofeministas extraviadas que usan y abusan de él han cargado la agenda pública de contrasentidos y demencias con las que el Presidente del Gobierno transige porque le va en ello, ¡y a sus escogidos secuaces!, el seguir disfrutando de las prebendas de su cargo. La resistencia, incluso frente a clamorosos errores legislativos, no es una estrategia, sino un programa de ¿habríamos de decir «desgobierno», para ser más fieles a la realidad? Pues dicho queda, de desgobierno. En términos políticos y humanos, la alianza de dicha presidencia con factores centrifugadores respecto de la solidez e integridad de un país que está en el fundamento de la propia idea de Europa, ¿no ha de tener fatales consecuencias? ¿Todo lo tapa y acalla el dinero europeo solidario que llega con cuentagotas a destinatarios de muy diverso estado y condición, descontadas las corrupciones habituales del sistema?

Hay un punto de hartazgo en la inmovilidad política decretada desde arriba que acaso acabe llevando a una desesperación electoral de la que también la nación se haya de arrepentir después, porque mientras nuestro bipartidismo casi perfecto ha sido ejemplo para el mundo, este de Torilandia no es sino la ley del «¡y tú más!». MI anfitrión pierde su valioso tiempo en pergeñar algo así como una teoría política a la que él ha bautizado como «Todovalismo», que, por lo poco que sé al respecto, es incluso una degeneración del tan traído y llevado maquiavelismo. Ganas tengo ya de verme con él,  pero confieso, también, mi reticencia a tener que abandonar Madrid para desplazarme a la Cataluña de l’avara povertà dei catalani, como los inmortalizó el vate en su comedia divina y humana, muy humana… Ya veremos. Todo llegará. De momento, sigo recorriendo salas del Prado, abismándome en mundos tan distintos como el del Bosco y el de Goya y volviendo siempre, para despedir mi visita, al cuadro de Carlos de Haes, Un barco naufragado, por razones obvias…

 



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