Del incierto sentido de los tiempos políticos y del madrileñismo...
No, a pesar de
las ubérrimas tentaciones que anidan en urbe tan populosa como la gran villa
manchega que es el Madrid cuyos orígenes se pierden en las mil y una noches,
tomando del denostado Manzanares, aún innominado, su nombre arábigo de «corriente
de agua»; a pesar de las copiosas atracciones que para un ser como yo, curioso
e industrioso, tiene esta capital, no me he perdido. Aquí sigo, por cortesía de
mi anfitrión, con quien cualquier día de estos he de reunirme, si sus innúmeros
afanes le distraen algunas horas de amable conversación en su lengua o en la
mía, en la que se afana con voluntad de escolar y contumacia de veterano en el
«afincamiento de los codos» que, forzosamente, precede a la iluminación de la
sabiduría o de la despabiladura, que tanto monta.
A pesar del acicate que para un
observador foráneo tiene el grosero espectáculo político torilandesco, que
alcanza niveles próximos al esperpento, una teoría estética a la que nosotros
hemos llamado desde siempre grotesque, y que está emparentado, vía
verbal, con el nonsense y, muy al fondo, con ese poema no tan
suficientemente alabado como merece, el Hudibras, de Butler, Madrid me
ha deparado algunas sorpresas tan maravillosas como mi propia y reconocida capacidad
de admiración. Por cierto, de la cercanía al nonsense, que apareció en
las letras inglesas bastante después de que mis andanzas literarias hubieran
cesado, baste destacar la afición que tienen los políticos torilandescos a
sostener que, más allá de que las
palabras significan lo que signifiquen, lo importante es siempre quiénes mandan
y «sanseacabó», ese estupendo y espurio santo del santoral de las hermosas
expresiones populares de este pueblo con tan noble historia de ingenios en las
Letras, desde Quevedo hasta el propio creador del esperpento, el galaico, y
algo británico o irlandés… —y yo me entiendo— Valle.
Que nadie se siente extranjero en Madrid
es uno de los tópicos más verdaderos que yo haya conocido, y es cierto que los
lugares y las personas se nos aparecen siempre mediatizados por esos «lugares
comunes», y ya, en mis tiempos en la isla, pude comprobar el valor de los
españoles en la lucha y en su sentido de la responsabilidad, fiándome de la
cual, les dejé en posesión de la isla cuando yo la abandoné, a pesar de que
recordé, en parte, esa leyenda negra que a siglo de hoy no me duelen prendas en
reconocer lo injusta e interesada que ha sido. El trato afable, la llaneza en
el mismo y el respeto a mi idiosincrasia son la norma en mi día a día lleno de
descubrimientos, desde los famosísimos «churros y porras» hasta la claridad
diamantina de sus cielos, la pureza sin afectaciones de su agua corriente y, en
el campo del arte organizado, y a pesar de nuestros acreditados museos, la joya
universal que es el Museo del Prado.
No puedo con el tráfico, lo reconozco, y
vaya dentro de alguno de esos vehículos infernales o me mueva a pie por tan
populosa corte, sufro esa plaga con poca paciencia, y me acuerdo de la paz de
mi isla con sufrible nostalgia. La vida nos lleva donde los ingenios quieren… Y
en esta Villa y Corte paso mis días de sorpresa en sorpresa y de estupefacción
en sobresalto, no sabiendo nunca cuándo se ha alcanzado el culmen de la
impostura y la trilería, sea en el Congreso, con bella custodia felina; sea en
la forofa prensa de trinchera —ha cuajado en este hermosa lengua «fanático», del
latín, voz que nosotros acortamos a fan, pero veo que no ha prendido hooligan
ni el posible derivado *juliganismo que es lo propio de esa prensa y de
muchas otra actividades—; sea en las barras de los bares, institución universal,
pero tan peculiar de este Madrid del que acaso me esté enamorando demasiado;
sea en las vocingleras radios y televisiones donde toda mezquindad sofística
tiene asiento, tribuna y púlpito.
Tan hecho allá en Laputa a los detalles y
las miserias de la política de Torilandia, no deja de sorprender que, contra
viento y marea y contra la propia dignidad de quienes gobiernan, el gobierno en
ejercicio trampee día tras día para evitar una quiebra que habría de conducir a
lo que más temen en el gobierno, después de haber convocado dos en menos de un
mes como prologo disparatado al esperpento que ha venido después: nuevas
elecciones. Parece que han adoptado la opinión, el motto, del *nobelado
escritor tremendista, Camilo José Cela, cuyo retrato debería de presidir los
Consejos de Ministros: «Gana quien resiste»; si bien, para ser justos, lo suyo
es que compartiera tal puesto de honor con otra de las grandes aportaciones
españolas al arte, sutil y grosero al tiempo, de la politiquería: el jesuitismo,
uno de cuyos lemas habría de figurar junto al motto de Cela: «En tiempos
de turbación, no hacer mudanza». El «tremendismo», sin duda, tan castizo, debió
de ser el responsable de convertir la «turbación» en «tribulación», que no es
otra cosa que pasar el trillo, ¡ay!, por el alma.
En tiempos muy posteriores a mi aventura
vital, las sufragistas británicas dieron un ejemplo al mundo de sacrificio en
pro de la consecución de sus derechos, y esencialmente al del voto, del que durante
siglos estuvieron excluidas; ahora, aquí en Torilandia, ¡y encumbradas al PODER,
así, lleno de mayúsculas, las neofeministas extraviadas que usan y abusan de él
han cargado la agenda pública de contrasentidos y demencias con las que el
Presidente del Gobierno transige porque le va en ello, ¡y a sus escogidos secuaces!,
el seguir disfrutando de las prebendas de su cargo. La resistencia, incluso
frente a clamorosos errores legislativos, no es una estrategia, sino un
programa de ¿habríamos de decir «desgobierno», para ser más fieles a la
realidad? Pues dicho queda, de desgobierno. En términos políticos y humanos, la
alianza de dicha presidencia con factores centrifugadores respecto de la
solidez e integridad de un país que está en el fundamento de la propia idea de
Europa, ¿no ha de tener fatales consecuencias? ¿Todo lo tapa y acalla el dinero
europeo solidario que llega con cuentagotas a destinatarios de muy diverso
estado y condición, descontadas las corrupciones habituales del sistema?
Hay un punto de hartazgo en la
inmovilidad política decretada desde arriba que acaso acabe llevando a una
desesperación electoral de la que también la nación se haya de arrepentir
después, porque mientras nuestro bipartidismo casi perfecto ha sido ejemplo
para el mundo, este de Torilandia no es sino la ley del «¡y tú más!». MI
anfitrión pierde su valioso tiempo en pergeñar algo así como una teoría
política a la que él ha bautizado como «Todovalismo», que, por lo poco que sé
al respecto, es incluso una degeneración del tan traído y llevado
maquiavelismo. Ganas tengo ya de verme
con él, pero confieso, también, mi
reticencia a tener que abandonar Madrid para desplazarme a la Cataluña de l’avara
povertà dei catalani, como los inmortalizó el vate en su comedia divina y
humana, muy humana… Ya veremos. Todo llegará. De momento, sigo recorriendo
salas del Prado, abismándome en mundos tan distintos como el del Bosco y el de
Goya y volviendo siempre, para despedir mi visita, al cuadro de Carlos de Haes,
Un barco naufragado, por razones obvias…
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