sábado, 9 de agosto de 2025

«Dime cómo andas…», de Juan Poz, o el ejercicio de la mirada. I.

La anatomía del paso; la psicología del andar.

 

Preámbulo.

El breviario de David Le Breton sobre las virtudes del caminar, tan provechoso como sugerente, me ha traído a la memoria una reflexión que inicié hace muchos años, pero que, por muy diversas razones, todas ellas de orden exotérico, no había tenido tiempo de desarrollar como la idea merece. No es este el lugar para hacerlo, sino para, tras esbozarla, comprometerme conmigo mismo para dedicarle la infinita paciencia, el grano de sal y el tiempo que ella merece.

Si a andar se aprende andando, tras los inevitables batacazos de rigor, y nadie, por lo tanto, puede reclamarse de poseer el título de maestro, queda claro que nuestro modo de caminar, como el timbre de voz, la manera de hablar o nuestra retina son rasgos definitorios de nuestra singularidad como individuos, frente a los demás que no somos nosotros. No me atrevería a decir que son rasgos de «personalidad», porque esta es un conjunto muy extenso en el que entran otros rasgos que, junto a los mencionados, nos permiten acercarnos a una posible definición de concepto tan lábil, tan escurridizo. Se parece, la «personalidad», al «yo»: nunca estamos seguros de su extensión; jamás de cuántos ingredientes la o lo conforman bastan para sentirnos absolutamente «identificados» con lo que me temo que siempre va a parecernos una «prisión» que deja fuera lo esencial de nosotros.

Mi interés no cae del lado de la psicología, sino del de la motricidad, porque lo que a mí me ha llamado siempre la atención es, digámoslo así, la mecánica del paso, el modo torpe, grácil, desangelado o cinematográfico como resolvemos lo que nace como dificultad máxima, mantener la bipedestación, y se consolida como la indiferencia más absoluta respecto de la expresión más natural de una de las grandes habilidades de la especie: desplazarnos a pie por todos los terrenos físicos imaginables, aunque algunos, los terrenos, ríos y lagos helados o las rocas playeras tapizadas con una fina capa de algas adherida a su superficie pulimentada constituyan un reto que solo la industria del calzado ha contribuido a superar, y no siempre con éxito…

Han sido muchos años los dedicados, de forma intermitente, a fijarme en cómo caminan los demás, y creo que estoy en condiciones de lanzarme a la aventura de escribir esa suerte de ensayo descriptivo que, siguiendo el ejemplo de la grafología, se atreva a extraer con suma prudencia algunas conclusiones «psicológicas» del modo como cada cual camina, porque eso es lo que tiene la observación de algo tan peculiar como el modo de caminar, que enseguida nos tienta la idea de asociar con él ciertos rasgos psicológicos que permiten, con todas las salvedades de rigor, «definir» a la persona, caracterizarla en el seno de los límites que su andar circunscribe.

Andar no es actividad que consienta engaño ni artificio: andamos como andamos, usualmente sin haber reparado nunca en cómo lo hacemos, y ahí se acaba la historia, o debería…. La invención de Tespis, sin embargo, ya nos sentó a contemplar ciertos andares que se «singularizaron» pronto, porque los andares comunes, de sirvientes, esclavos y gente común no eran los mismos que los de los nobles, reyes, héroes y dioses que compartían la escena en las representaciones teatrales. Demos un salto de veintiséis siglos para asistir al nacimiento del séptimo arte que le ha disputado la primacía y el favor del público a los otros seis: el cinematógrafo, espejo donde hemos aspirado a vernos reflejados en las estrellas que nos han deslumbrado desde la pantalla.

Dado ese salto, con las botas de siete leguas luz…, detengámonos, en los comienzos de ese arte, en un personaje con bombín, bastón, enormes zapatos, amplísimos pantalones y raída chaqueta… En efecto, estamos hablando de The Tramp (En Francia, España y otros países Charlot), el personaje creado por uno de los primeros genios el cine: Charles Chaplin. Si descontamos su indumentaria y obviamos un bigote que era común en aquellos años, Oliver Hardy, el gordo de El gordo y el Flaco, también lo usaba —un estilo de bigote llamado «cepillo de dientes», que fue introducido en Alemania por los visitantes usamericanos, por cierto—; hechos los descuentos, decía, lo que nos queda de más significativo del personaje es su estrafalario modo de caminar, un poco al estilo «pato», con los pies girados de modo divergente hacia extremos opuestos y encogiendo levemente hacia arriba la rodilla para acompañar el paso. He ahí, pues, un «modelo» de andar totalmente singular que enamoró a todos los públicos y que, sin embargo, nadie hizo suyo, salvo para bromear con los amigos o la familia o demostrar cierta pericia en el arte de la imitación.

Va de cómicos, parece, porque nadie que los haya vista habrá olvidado jamás los andares de los personajes de Jacques Tati, Monsieur Hulot, que aparece en cuatro de sus escasos seis largos, que bien pueden ser consideradas seis obras maestras. Sí, también en este caso se necesitó el concurso de un vestuario ad hoc que, sucediéndose en las películas, acabó identificando a su personaje, que no era otro que él mismo, Jacques Tati, disfrazado: sombrero vagamente tirolés con la parte trasera chata y levantada, gabardina de amplio vuelo, pantalones por encima del tobillo, calcetines de rayas horizontales, pipa, pajarita y paraguas cerrado. Así revestido, enseguida nos llamará la atención el modo saltarín, casi como si anduviera con zancos minúsculos y flexible, como si siguiera el ritmo de una danza, Es, a medias, un caminar intrépido y un caminar cauto, porque de él suele derivarse un sinfín de torpezas y contratiempos que convierten una pacífica escena en un campo de Agramante…

Y como no hay dos cómicos sin tres, cerremos la triada con los celebérrimos andares del gran cómico universal, Groucho Marx, no menos disfrazado que los dos anteriores y cuyas zancadas de siete leguas recorriendo cualquier espacio mínimo en el que se hallara lo hicieron famoso e imitable para cualquier baile de disfraces o verbena de enmascarados. El hecho de vestir  levita añadía un revuelo textil inconfundible a sus piernas flexionadas que se extendían hasta hincar el talón y propulsarse con el ánimo de girar enseguida para volver sobre sus propios pasos mientras nos regalaba sus magnificas salidas llenas de humor absurdo.

Se advierte, pues, que si los artistas necesitan inventar un modo de caminar, ello se debe, a mi semoviente juicio, al pleno convencimiento de que, por un lado, el caminar nos distingue frente a los demás, y, por otro, en que el propio modo de caminar, sin ningún artificio, le resta personalidad al personaje, individualidad. La razón de sentir esa necesidad caracterizadora no es otra que el convencimiento de que nuestro andar propio es demasiado «común», intercambiable con el de los demás y, por consiguiente, «inexpresivo»; pero eso en modo alguno es así, y estas líneas pretenden mostrar que no es justa esa «invisibilidad», a poco que uno contemple con ciertos ojos escrutadores el modo como nuestros semejantes caminan.

Estas paginas no han necesitado otro método de trabajo que la paciente observación en todo momento y lugar, aunque para no ser tachado de mirón, fisgón o impertinente, nada como sentarse en un banco de la vía pública y seguir discretamente los andares no condicionados de cuantos transeúntes regalan generosamente su particularidad cinética para construir un archivo del que en estas páginas se singularizarán algunos estilos cuya repetición permita incluso definir ciertos «tipos» fácilmente reconocibles por todos en la vida cotidiana de cada cual. No olvidaremos, sin embargo, aquellos modelos que los medios de comunicación, la televisión o el cine han popularizado. Si todos recuerdan los andares de Charlot y Monsieur Hulot, ¿habrá alguien que no recuerde aquellos pasos sobre muelles de Tony Manero, interpretado por John Travolta en Fiebre del sábado noche, de John Badham? La espalda rectísima, la barbilla alta y esas leves flexiones que daban la impresión de andar sobre muelles, con el consiguiente movimiento de tiovivo. Fueron legión, sus imitadores, por lamentables que resultaran, pero el simulacro, como bien lo vio Baudrillard, es el nervio de nuestros tiempos clónicos ad náuseam.

Los traigo, estos ejemplos, a modo de recordatorio de cómo ciertas invenciones acaban instalándose en el imaginario colectivo, de modo que, pasado un par de generaciones, alguien creerá que «su niño» anda como sobre muelles de forma «natural», cuando se trata de algo aprendido a través de la imitación en el amplio bazar de lo vintage o la proscrita *memorabilia

Casos distintos son los andares propios, no inventados, de actores tan personales que, sin proponérselo, acabaron conformando un modo propio de caminar. Pienso ahora, entre tantos, en el inconfundible Robert Mitchum: el cuerpo levísimamente ladeado hacia la izquierda, creando un mínimo desnivel en la línea de los hombros, parecido al de quien realiza un gesto de recoger fuerzas para lanzar un directo de derecha que dé con el desafiante de turno en el suelo, o como si sufriera una ligera descompensación pélvica. Si a ello sumamos un acentuado encogimiento del estómago, que tensa los pectorales, la figura final, dadas las anchas espaldas del actor, es la de un rígido armario con un deje chulesco en la pose: toda una declaración de intenciones para reafirmar la suprema ambigüedad: con idénticos andares se te aproxima para la seducción amorosa que para la venganza mamporrera.

La variedad de andares «de pantalla» —y es raro que quien haya evocado, al hilo de mis palabras, el andar de Mitchum, no haya hecho lo propio con el de ese centauro de los westerns que fue John Wayne…— es de tan sorprendente variedad, que incluso un actor que perdió una pierna en la Primera Guerra Mundial, Herbert Marshall, construyó sobre su particular forma de desplazarse una brillante y exitosa carrera que no excluyó ni siquiera los papeles de galán. ¿Y qué decir del más famoso «contoneo» femenino del séptimo arte, el de Mae West, maestra de tanta sicalíptica aficionada, cuyos algo estudiados golpes de cadera, manteniendo uno de los brazos en jarra, suponía un dominio tan aguerrido del espacio y la situación que incluso galanes en cierne, como Cary Grant, flaqueaban ante ella? La otra variante del andar westiano consistía en el acompañamiento rítmico de todo el brazo acompañando el golpe de cadera, al modo ordinario de una modelo aficionada en una pasarela, y que, en España, hizo suyo, desde los inicios de su carrera, el cantante Raphael. Algo, además, de ese leve trote de la West hay en el andar de Tony Manero, creo advertir.

Si salimos de la pantalla y nos acercamos a la política, para ampliar el abanico de andares conocidos, supongo que para nadie es un secreto el rítmico caminar del cuadragésimo cuarto presidente de Usamérica, Barack Obama, sobre todo en el momento de subir o bajar escaleras, movimientos que realizaba con elegantes maneras de sencillas coreografías. A mi Conjunta esas maneras le han traído siempre a la memoria el inevitable modelo cinematográfico de Obama: Sidney Poitier: la elegancia cinética hecha actor, y cuyas maneras de bajar escaleras, un poco de lado y rebotando en cada escalón como si estos fueran de material elástico, han hecho historia.

Desde el modesto banco de una avenida o de un parque, ¡qué enorme es la pantalla por donde desfilan tantísimos modelos inverosímiles de caminar, y sobre cuya existencia cabe incluso dudar, a juzgar por el punto de extravagancia sobre el que algunos pueden pensar que son tan inventados como los de los cómicos de los que hemos hablado. Nadie dude, sin embargo, de mi fidelidad a lo real y de mi compromiso con la verdad. Mis ojos los han visto; mi mano los reproduce, con mayor o menor fortuna. No hay más.

Cabe advertir al cándido lector que en modo alguno es mi intención provocar una suerte de videoreflexión sobre el andar propio de cada cual, porque ello podría llevarnos a un pequeño o gran conflicto ontológico, si comenzamos a dudar de nuestros andares y queremos escoger otros que nos parezcan más apropiados para la verdadera imagen de nosotros mismos que estamos convenidos de tener… Se empieza así, ¡y quién sabe si se acaba en posición sedente o yacente para huir de cualquier posible impostura....! 

De mí sé decir que, aficionado a la carrera, como buen fondista fondón que siempre he sido, he tenido que ir modificando la manera de correr —¡y hasta leí un libro titulado El correr Chi!—, pero, como en la paremiología, la cabra siempre tira al monte, y sigo corriendo sin pararme a pensar si lo hago de la mejor manera posible… Pues lo mismo sucede con el andar. Adviértase, no obstante, que ciertas aficiones o profesiones son capaces de desfigurar nuestro andar de nacimiento para sustituirlo por otro «profesional», y pienso ahora en los bailarines de ballet, por ejemplo; o en las mujeres policía que creen más «profesional» imitar los andares de sus compañeros…

A medida que voy completando este prólogo deambulante, no dejan de venírseme a la memoria todos esos andares a los que el cine, sin ser propios de nadie, les ha conferido un estatus de referentes imposibles de obviar. Estoy a punto de acabar esta introducción y de repente me llega el andar titubeante del Nosferatu de Murnau, el vacilante de los cadáveres de La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero o el nada analgésico de las tumultuosas posaderas de la Monroe en Con fadas y a lo loco, de Wilder… No excluyo, pues, que al hilo de los modelos reales que mi memoria ha retenido, se me vayan cruzando esos otros andares del celuloide que han dejado huella en generaciones y generaciones de espectadores que nunca se han parado a pensar cómo caminan ellos.

Pues eso. (¿Continuará?)

sábado, 28 de junio de 2025

«Fundación Masaveu. Madrid: Arte español del siglo XX. De Picasso a Barceló». (Hasta el 20 de julio de 2025. Entrada gratuita.)

 



Una magnífica exposición que reconforta el alma en estos tiempos de tantas tribulaciones de plurales orígenes…

 

          Tiene visos de urgencia esta presencia hoy, aquí, en esta Provincia que siempre que puede se asoma a cualquier exposición que le recuerda que de la degradación democrática que vivimos solo puede consolarnos el arte, en cualquiera de sus muchas manifestaciones, porque, frente a la miseria de las  rastreras exigencias cotidianas del Poder, las obras de arte se erigen como un monumento que desafía el paso devastador del tiempo; tiene visos de urgencia, digo, porque la magnífica exposición cuyo título encabeza estas líneas tiene un plazo fijo de exhibición; hasta el 20 de julio del próximo mes, y sería imperdonable que quienes pudieran ir a verla no lo hicieran por puro desconocimiento, en estos tiempos de tantas ofertas para el ocio, pero no tan importantes como la presente.

 Los museos son, como lo vio Ramón, también camposantos, como las bibliotecas o las cinematecas o las gliptotecas, ya puestos, pero, paradójicamente, hay más vida y belleza en ellos que en las realidades cotidianas que determinan nuestra vida gris, solo luminosa cuando la luz de esas obras cuyo contacto respetuoso buscamos nos transfigura en el acto de su contemplación y comenzamos a sentirnos seres diferentes, de repente habitados por una belleza, un ingenio  o un desafío que nos pone en tela de juicio y nos hace replantearnos nuestra propia identidad.

          La Fundación Masaveu, nacida en Asturias, representa un esfuerzo privado de coleccionismo artístico puesto al servicio de los ciudadanos de forma gratuita, en un cuidadísimo espacio y con una selección de los mejores artistas españoles del siglo XX. Algunos serán, para muchos, un descubrimiento, e incluso de los más célebres hay obras poco vistas, como la impresionante Assumpta Corpuscularia Lapislazulina, 1952, de Dalí, que nos obliga a una serena contemplación prolongada y casi inacabable, si no fuera porque es bueno, y necesario, conocer las otras propuestas artísticas que se nos ofrecen. He aquí la lista de esos artistas, tras recurrir a la escasa información disponible en la red sobre la exposición para sacar la nómina de autores expuestos, porque, siguiendo mis usos habituales, iba yo, sin saberlo, armado con una peligrosa arma de destrucción masiva, un bolígrafo y un cuaderno, donde pensaba recoger mis impresiones particulares sobre lo que más me llamara la atención. «Persuadido…» por la vigilante de sala, sin que ella lo intuyera, del absurdo que supone la actividad  de escribir  más peligrosa que la de simplemente llevar el arma en la cartuchera/bolsillo, lo cual implica que el absurdo se ha instalado en nuestra sociedad como la norma, sin discriminación alguna sobre la confianza o recelo que «el otro» pueda suscitar, hube de reintegrar la amenaza al bolsillo bajo del pantalón y continuar la visita sin ese auxiliar que las mentes cansadas tanto valoran. Es, y así lo hago constar, la primera vez que, en un museo, el hecho de tomar notas se ha considerado un acto poco menos que potencialmente delictivo. Bueno, he aquí la lista aludida:  Pablo Picasso, María Blanchard, Juan Gris, Sorolla, Joan Miró, Salvador Dalí, Luis Fernández, Antonio López, Carmen Laffón, Antoni Tàpies, Manuel Millares, Eduardo Chillida, Esteban Vicente, Juan Genovés, Eusebio Sempere, Soledad Sevilla, Pablo Palazuelo, Cristina Iglesias, Juan Muñoz o Miquel Barceló, entre otros.

          De todos ellos hay presencia con obras en modo alguno «menores» y, de algunos de ellos, complementarias de aquellas otras por las que son mundialmente conocidos. La obra de Juan Gris, lo mismo que una escultura en madera de Chillida, compiten amablemente con la soberbia Asunción de la galavirgen de Dalí, y una pequeña pieza de Cristina Iglesias se te ancla a la mirada y te exige rodearla y sentirla en la yema del tacto de los ojos. A su manera, la exposición es un recorrido por nuestro siglo XX, de la mano de autores aclamados cuyas obras aquí reunidas acaso han sido muy poco vistas en otras exposiciones, y de ahí el valor de la muestra tan representativa como estimulante. No podemos olvidar la impresionante pieza en un patio interior de Jaume Plensa, lo que contribuye, dentro y fuera de las salas, a sentirse siempre en una atmosfera de relajación y disfrute que choca  con el ruido exterior de una realidad degradada y, ahora mismo, con una temperatura climática que invita a considerar la Fundación, no como esos «inventos ideológicos» de los refugios climáticos, sino como un refugio para las almas atribuladas y sedientas de la paz que, junto a la refrescante temperatura interior, pueden curarse, en él, de las incívicas heridas que nos inflige el triste politiqueo que nos (des)gobierna.

          ¡No se la pierdan!

jueves, 12 de junio de 2025

La despedida.

El «hasta siempre» sereno; la emoción tan profunda como incrédula.

 

¡Qué inmensa suerte habernos podido despedir de ti en vida, querida amiga Dunia!, a pocos días de que se cumpliera el designio fatal que impone la metástasis en un cuerpo que ni siquiera sospecha el mal que se ha apoderado de él. Si la incredulidad nos dejara espacio, podríamos incluso aceptar que la rebelión de las células malignas forma parte del proceso vital; pero asistir a tan rápido desenlace sin que las manifestaciones del mal hubieran podido permitir un intento de sanación, ¡qué difícil de creer y de aceptar!

          Educado en el estoicismo y los ejemplos filosóficos y literarios del «aparejo para bien morir», ¡qué distinta es la compañía de quien lo lleva a la práctica y soporta los dolores de las postrimerías sin una queja y llena de agradecimiento emocionado por los buenos momentos pasados juntos a lo largo de tantos años, y, sobre todos, esos tan esenciales de la crianza de los hijos, momento privilegiado en que se cumplía el designio propio de la especie: creced y multiplicaos! Tu sonrisa, la emoción contenida de tus lágrimas, al recordar momentos tan llenos de vida y de esperanza, son el último regalo que nos ha deparado tu amistad, y tus hijos saben perfectamente que te vemos en ellos, viviendo satisfecha y feliz. Desde aquellos años, bien puede decirse que hemos construido un vínculo afectivo imposible de romper: tú seguirás viviendo en tus hijos, pero también en nosotros, y en los nuestros, porque son muchos los lazos que ni la muerte desata.

          Subimos a la falda de Collserola para decirte, teniendo la hermosa vista de Barcelona a nuestros pies,  hasta siempre, en una ceremonia que parecía un simulacro, como si estuviéramos ensayando un adiós que tardaría muchos años en llegar. Son lugares fríos, con su mucho de inhóspito, los tanatorios, pero en el milagro de la despedida, a pesar de las lágrimas y el nudo en la garganta, tu marido, tu hija y tu hermano no solo  te declararon «su» amor, sino que expresaron en sus palabras emocionadas el nuestro. Cada uno de los asistentes atesoraba una imagen tuya, y la mía perpetua ha sido la de la madre solícita que jamás perdió los nervios con sus hijos a los que amaba sobre todas las cosas, y la de la sonrisa prodigada con generosidad.

          Es imposible no pensar en uno mismo y en nuestro  propio final cuando se asiste a una ceremonia de despedida como la tuya, pero mi último agradecimiento no puede ser otro que haber recibido tan hermosa lección de bien morir como la que tú nos has regalado. Cada día se aprende algo nuevo y la esperanza es droga imprescindible de la vida, pero enfrentarse a la muerte con la serenidad y la dulzura con que tú lo has hecho es una lección que, ¡a eso aspiro!, no ha de caer en saco roto, y me acompañará en mi propio final. No hay mayor dominio sobre la vida, tan agitada siempre por pasiones tempestuosas, como el dominio de sí. Gracias por recordárnoslo.

          No son pocas las pérdidas que van jalonando nuestros años, pero nunca tan vivas me han parecido esas personas queridas como después de haberlas perdido. Cuando vivas, bullían fuera; muertas, me bullen dentro y tengo espacio cordial para todas y en compañía de todas me siento más cumplido, más realizado, más sereno. Bienvenida, Dunia.

         


viernes, 2 de mayo de 2025

La suspensión.


 El largo viaje hacia la noche total.

 

          Que los tiempos van acelerados y las certezas descarriadas no hay más que verlo en cómo se suceden las previsiones de suministro energético para un país a medida que pasan simplemente los lustros. El gas era el futuro, aunque lo importáramos a granel. Las plantas nucleares generadoras de electricidad «limpia» y barata, con la oposición de los ecologistas, estaban llamadas a resolvernos el futuro, hasta que llegó el desastre y el horror de Chernóbil, que vino a sentenciar de muerte ese tipo de energía en Europa, por más que los avances científicos en esa industria hagan imposible el tan temido como pseudocientífico Síndrome de China. Las energías renovables, solar y eólica, bendecidas por los ecologistas, parecen ser las llamadas a sustituir las demás fuentes, pero, curiosamente, cuando el sistema eléctrico peninsular ha «tirado» más de estas, ha llegado una descompensación, que no sobrecarga, que ha dejado a oscuras toda la península durante más de siete horas, según las zonas. Fue un día extraño. Mágico, desde el unto de vista literario. Dramático, desde las necesidades de electricidad de decenas de miles de enfermos que dependen de ella para sobrevivir, mi propio hermano, recién salido del hospital, entre ellos, y por quien me interesé en cuanto pudimos volver a usar los mensajes de guásap, mucho antes de que el teléfono volviera a conectarnos oralmente.

          Al margen de las averías, propias de una red cuyo mantenimiento los proveedores descuidan, para mejorar los beneficios, lo habitual en Barcelona era que la luz nos abandonase cuando, como hemos dicho coloquialmente siempre de los días de tormenta, ens pixen dos ocells. Para cortes de suministro más prolongados, he de volver a los años 60 de mi primera adolescencia cuando nos preocupaban más los cortes de la señal de televisión desde el repetidor de la Sierra de Aitana y nos endosaban aquella obra maestra del arte abstracto geométrico que conocimos con el nombre de «carta de ajuste», que propiamente los cortes de luz, a los que para las necesidades básicas, sabíamos cómo hacerles frente. Será por eso que en mi casa jamás han faltado palmatorias con su vela de rigor y linternas con pilas, del mismo modo que siempre tengo una radio con pilas cargadas, lo que, ya en casa, nos permitió recibir algunas informaciones de la magnitud del suceso. Y por eso mismo, haciendo una extrapolación, no me pasé al eléctrico total al cambiar de coche y escogí el híbrido no enchufable (y en parte por los precios).

          Estaba tomando un café con mi amigo J. y se nos fue la luz en el humilde local diminuto. Por suerte soy amigo de llevar siempre dinero conmigo en papel y monedas, y pagué sin mayor inconveniente; costumbre, esta del «líquido», que al día siguiente del apagón renovaron millones de ciudadanos, al parecer, dadas las colas que había en los cajeros automáticos y en los bancos. Mi amigo M. hubo de desistir de realizar una gestión en el banco por ese motivo. Tardamos tres minutos en oír el nombre del zar Putin como única explicación posible, de labios de un viandante que se dirigió a nosotros con esa teoría. El día era luminoso y caluroso, por lo que el centro de la ciudad se lleno enseguida de gente que se instalaba en las calles como si estuvieran en un zoco árabe, en un merado medieval o en el ágora ateniense. A esas concentraciones se sumaron casi con entusiasmo los miles de turistas que tienen invadida Barcelona desde hace muchos meses y que, a diferencia de nosotros, más precavidos, visten de verano riguroso.

          Como la batería de mi portátil estaba llena, pude trabajar con total normalidad y, de vez en cuando, me acercaba al transistor familiar para oír alguna explicación por parte de los ineptos que nos (des)gobiernan. Escribo esto cuatro días después y aún brilla por su ausencia, la explicación; pero desde la Moncloa ya se han sacudido cualquier responsabilidad y, por las últimas declaraciones de la responsable (vía puerta giratoria) de Red Eléctrica Española, Beatriz Corredor, Registradora de la propiedad…, los españoles debemos estar agradecidos de que haya sucedido un percance como el sufrido…

          Cuando llego la luz, con fuertes vivas a Edison en toda la casa, nos dimos cuenta de que en Madrid, donde apuraba las horas sin su oxígeno mi hermano, aún seguían a oscuras, lo mismo que en Badalona. Ni cortos ni perezosos, dada la incomunicación absoluta con la madre de mi Conjunta, de 98 años y galopando para los 99… Decidimos hacer caso omiso de la recomendación de no coger el coche y nos desplazamos hasta Badalona para confirmar que la mujer estaba bien atendida y no le faltaba de nada. Ahí comenzó al viaje fantasmagórico por una ciudad en la que no todos los semáforos funcionaban, y los guardias urbanos ordenaban ciertos cruces con las varas de luz, y una autovía que venía a representar poco menos que el descenso a los infiernos. ¡Cuánto agradezco que mis conciudadanos no hicieran mi mismo caso omiso!, porque, sin excesivos contratiempos nos plantamos en el barrio de Artigas —que no el Artigues que los talibanes de la Particularidad se empeñaron en estampar en las paredes de la estación de metro—, aparqué el coche y a las oscuras más oscuras que hacía tiempo que no veía, mi Conjunta, precedida por la luz de la linterna del móvil, ascendió hasta la vivienda de su madre, a quien encontró ya plácidamente acostada. Dada la legendaria inseguridad del barrio, preferí dejar mi móvil en el coche y esperé frente al portal el descenso de la buena hija. Pasó un coche de policía y temí seriamente que se detuvieran a pedirme la documentación, como me la pedían, durante el franquismo,  por cualquier zona del centro de Barcelona, como cuando nos detuvieron a cuatro amigos en el Paseo de Gracia y hube de recurrir a la condición de militar de mi padre como aval —a pesar de nuestra apariencia jipiosa— para evitarnos ni quiero imaginarme qué.

          Una cosa es conducir despacio, y otra, muy distinta, el ritmo de explorador de las tinieblas con que me desplazaba por la ciudad, sin levantar ninguna sospecha, porque, ciertamente, algunos cruces se me antojaron muy peligrosos, pero nadie iba más rápido que yo, lo que permitió ejercer el civismo de ceder el paso con absoluta nobleza.

          Al llegar de nuevo a casa, pudimos comprobar que los teléfonos seguían sin podernos comunicar con los demás, lo que añadió no poca inquietud a las horas nocturnas en las que ya habíamos entrado. El mayor alivio, para mí, fue recibir la noticia, vía guásap, de que a mi hermano le había llegado la luz casi a las 22’00 h y podía conectar el aparato del oxígeno. Luego nos plantamos ante Limónov, de Kirill Serebrennikov, y el patetismo excesivo de las imágenes delirantes nos impiden disfrutar del espectáculo. Si ese payaso fascistoide se nos atragantó, ¡para que hablar, en mi caso, del autócrata que tardó sus buenas cinco horas y media en salir a decir que todo muy bien y que la culpa es del tato y que patatín y patatán, y que si quieren ayuda que me la pidan…!

          En el colmo de las invenciones que pudieran dar fe de lo sucedido, ¿podría entrar la de una campaña muy encubierta, ¡fundida!, en pro de la natalidad en España, en horas tan bajas como las propias estaciones eléctricas…? O tiramos de la ficción o la realidad tan mísera nos va a consumir los pocos fusibles de la razón que nos permiten seguir viviendo, la verdad sea dicha…

jueves, 27 de marzo de 2025

La distancia.

 


Los muros sutiles...


          ¿En qué momento dos personas que se han unido hasta la efusiva confusión gozosa abisman una distancia insalvable entre ellas, hasta el punto de no retorno de no reconocerse, de instalar una sólida extrañeza entre ellas, de sentirse completamente ajenas una a otra, tan desconocidas como si estuvieran en presencia de alguien con quien se hubieran tropezado en la calle al azar?

Y sucede.

La intimidad deviene extimidad, incluso con un poso de remordimiento, como si fuera inexplicable que hasta pocos días antes entre ambas no hubiera habido fronteras ni extrañezas, como si fuera impensable que esos dos cuerpos gozosamente entregados recíprocamente a todas las experiencias propias de la vida en común pudieran llegar a padecer una aversión inconcebible en los momentos del disfrute de lo común, esa suerte de unidad que se sella, del modo más elocuente y profundo, en la fusión y profusión sexual.

Perdida la confianza, el retraimiento se apodera de la visión y emerge la alteridad de lo distinto ante nosotros, como los signos crípticos e indescifrables de una estela premesopotámica. ¿Quién es esa persona, plantada ante nosotros como un enigma? Se han borrado, como los caminos de sirga tras el desmadre de los ríos,  todas las señales reconocibles del vínculo, del hábito, de la pasión. La miramos, nos miramos, y la perplejidad del deslizamiento en alud de la nieve por la poderosa montaña arrastra con ella todo un mundo edificado sobre la proximidad, sobre el contacto, sobre la comunión de los días y las noches, sobre los sueños compartidos e incluso sobre los descendientes; y el alud se vive como un argayo que levanta el túmulo al desencuentro.

La familia propia se vive, entonces, como el único refugio donde, prácticamente, no cabe la extrañeza, el único espacio emocional que define a la persona como pertenencia insoslayable a algo fuera de ella misma. Incluso habiendo roto todos los lazos con ella, la familia siempre aparece ante cualquier persona como un vínculo tan poderoso como incuestionable. Está en el aire que se comparte la sensación de formar parte de un ámbito hasta cierto punto consolador, aun a fuer de irritante, porque no requiere de la persona ningún esfuerzo formar parte de ella: la persona sabe que es quien es porque ha nacido en la familia en que ha nacido, y la cercanía o lejanía entre sus miembros escapa del marco que los acoge, a veces como una condena, a veces como un sagrado.  

La distancia entre dos personas de distintas familias, no cede, cuando se instala, ni ante la realidad obvia de haberse constituido ambas en familia para otros. Pero ese espacio no afecta a los fundadores, a quienes puede sobrevenirles el rechazo al otro, con causa o sin ella, en cualquier atravesado momento racional o irracional de una convivencia dinamitada por el hastío, la traición, el tedio, la competencia o cualquier estantigua que levanta su oscura y dramática presencia desde el blancor de las sábanas o desde la ausencia en presencia que rompe los puentes de la comunicación en cualquier rincón o sala o pasillo.

¡Qué incomprensible, la facilidad con que aceptamos y entendemos que la otra persona es alguien ajena a nosotros, alguien con quien, a veces súbitamente, hasta puede parecernos repulsivo intercambiar contactos corporales! Manos descaradas, nos parecen sus manos; lengua serpentina la de otrora dulces, cálidos y demorados besos; prisión férrea los brazos que fueron alero y nido de la confianza… El lecho compartido con la seguridad de lo inquebrantable se convierte en espacio de sospecha y en campo de suspicacias, amén de inmenso desierto cruzado por la agitación ventosa del sueño. Nada queda de la calma confiada ni del oleaje rítmico de la pasión encendida. Y la presencia de la otra persona en tal espacio abrigado de la intimidad se vive como una profanación de las cenizas.

No hay, propiamente, enemigo, ni posible puente de plata, porque lo que se desea es remover de la memoria lo vivido para instalar la gélida ausencia que nos garantice la disponibilidad, el renacimiento, el encuentro con quienes comenzamos a ser, de nuevo, intactos, sin heridas o rasguños, sin la aplastante losa de la indiferencia que todo lo arruina y pudre.

Empeñadas en otear el futuro o en complacerse en el pasado idealizado, descuidan algunas personas contemplar el presente en que se agitan los signos inequívocos de esa distancia que siempre se presenta con su cara de hereje, y que, cuando finalmente lo hace, les cambia la vida.

martes, 18 de marzo de 2025

La Cripta de la Colonia Güell en Santa Coloma de Cervelló, una visita obligada.

 



Una iglesia insólita e inacabada de Gaudí en el corazón del Baix Llobregat.

 

          Cuanto más cerca tienes una obra de arte, a veces pasa el tiempo sin acordarte de ir a visitarla. A Montserrat tardé más de cincuenta años en ir porque me echaba para atrás el proverbio popular: No és ben casat qui no ha estat a Montserrat, aunque, civilmente, sigo manteniendo mi soltería documental. En compañía de dos buenos amigos, José Luis y Rosamari, hicimos, finalmente, una travesía largos años pospuesta, por razones y por sinrazones: ir desde su casa en Cornellá hasta el santuario en Santa Coloma de Cervelló caminando a través de esa fértil comarca que es el Baix Llobregat. Aunque el recorrido no es en modo alguna una sucesión de paisajes espectaculares, dada la mezcla de terrenos agrícolas, industriales y poderosas vías de circulación de vehículos que atraviesan esos parajes, la compañía de la amistad es siempre el más poderoso de los alicientes y la mayor fuente de satisfacciones. Nada como la buena compañía y la mejor conversación para hacer el camino. El pan y el agua ya lo tomaríamos después, porque habíamos reservado mesa para comer en la fonda de la Colonia Güell, de la que la actual cripta fue, en principio, diseñada como iglesia, del mismo modo que hay en ella teatro, restaurante, escuela, ateneo y las casas correspondientes, algunas de extraordinaria factura, lo que viene a constituir un minipueblo al servicio de una explotación textil. Aunque Gaudí diseñó el conjunto, obra suya es solo la cripta, que no llegó a acabarse como iglesia, porque a la muerte de Güell, sus herederos desistieron, lamentablemente. Las edificaciones de la colonia fueron obra de los ayudantes de Gaudí: Francesc Berenguer construyó la Cooperativa (con Joan Rubió) y la Escuela (con su hijo Francesc Berenguer i Bellvehí). Joan Rubió construyó diversas casas particulares, como Ca l'Ordal  y Ca l'Espinal. Francesc Berenguer construyó asimismo el Centro Cultural Sant Lluís y la Casa parroquial. Actualmente, todo el conjunto es un Bien de interés cultural y Patrimonio histórico de España, y es un auténtico placer pasearse por su reducido perímetro y disfrutar de esas edificaciones mencionadas anteriormente, en las que domina el ladrillo y, fundamentalmente, la imaginación, muy cercana a la modernista del maestro, quien dedicó unos esfuerzos creativos a la futura iglesia que constituyeron como un banco de pruebas para soluciones arquitectónicas y decorativas que luego plasmaría en la Sagrada Familia.

          La cripta, el monumento más destacado de la antigua colonia fabril, permite ver en esbozo las líneas generales de lo que hubiera sido una iglesia levantada con la voluntad de integrarse en el entorno natural, un pequeño montículo en la que destacaría de un modo que, de haberse construido, hubiera sido, sin duda, una obra tan visitada, o más, que la propia Sagrada Familia. Lo construido está tan lleno de detalles sorprendentes y de arquitecturas desafiantes que el visitante apenas tiene respiro. No es una bóveda, un pórtico, la forja de una ventana, esta o aquella cerámica o las magnificentes pilas del agua bendita, el altar, la escalera lateral o las columnas que parecen desafiar los principios elementales de la gravedad… 

  Es una obra artística, está claro, pero, al tiempo, una obra espiritual que apela más a los sentidos que al diálogo íntimo: sorprendido y conmovido, el fiel que en ella entra debe «sentir», imagino, su religión como una bendición sensual: formas, colores, materiales…, todo invita a la comunión de los sentidos con una religión sacrificial de cuyo fundamento trágico no hay ni rastro en la belleza del espacio donde ni sé ya si se siguen celebrando ritos religiosos, aunque quiero creer que sí, que la «función» primigenia del lugar aún se mantiene.




        Nosotros éramos turistas locales, y yo un poco avergonzado por mi tardanza en venir a disfrutar de tantísimos detalles que no se agotan en una sola visita, cierto, porque no hay rincón en el que Gaudí no haya pensado son su singular imaginación desbordante, y no es menos cierto que una visita no guiada dista mucho de tener una experiencia completa, porque todo el lugar alberga un simbolismo al que el arquitecto barcelonés era adicto. Algunos de ellos son evidentes, y forman parte de una tradición cristiana que podemos reconocer quienes hemos sido criados en su seno, pero no quiero ni saber lo perdidos que andarán quienes se hayan deseducado ya en ciertas materias como la historia de las religiones, por ejemplo. El pasmo es idéntico para todos, sin embargo, porque cuesta creer que un ser tan aparentemente austero, humilde y religioso como Antonio Gaudí tuviera dentro semejante estallido de voluptuosidad, porque de ella cabe hablar cuando uno va pasando revista a los cientos de detalles que observa en un espacio tan relativamente reducido.

          Lo que está claro es que la Cripta de Gaudí es un jardín fotográfico en el que cazar detalles en cada dirección que uno gire la vista, siempre sorprendida por lo que ve. Y afecta a todo: paredes, columnas, suelo, ventanas, mobiliario, pomos, rejas… Añado una pequeña muestra de algunos de esos detalles que uno se lleva en la cámara como si nadie más los hubiera visto, aunque todos acabamos fijándonos en los mismos.

          La visita a la Colonia permite respirar un aire de tranquilidad excepcional, y, aunque la Colonia sufrió el asalto de las milicias republicanas, el conjunto no tardó en ser reconstruido y conservado como lo que es: la oportunidad única de contemplar la feliz unión del esfuerzo empresarial y el mejor arte de la época. Cataluña tuvo una industria textil que favoreció la creación de este tipo de instalaciones, algo más elaboradas, arquitectónicamente, de la que vimos en Novecento, de Bertolucci, por ejemplo, como las del curso superior del Llobregat: las colonias Rosal, Vidal y Viladomiu, cuya visita aún tengo pendiente.




         


          Y una pequeña muestra de esos edificios modernistas que han 

dado notoriedad universal a la ciudad de Barcelona:



 








viernes, 14 de febrero de 2025

Recuerdos en sepia de un profesor.

Retrato ¿anacrónico? del mester como «profesional liberal». 

No sé si se deberá a mis inclinaciones pseudoácratas, en el sentido del rechazo al poder establecido, con sus vanas pompas y sus deleznables obras,  a un acendrado individualismo nacido en Quevedo, entre otros: «Vive para ti solo, si puedes; pues solo para ti, si mueres, mueres», o a qué, pero lo cierto es que, desde que me inicié laboralmente en el mundo de la enseñanza, jamás me he sentido partícipe de una empresa colectiva y sí exclusivamente responsable de mi actividad docente individual. Durante los primeros años, en que los diferentes cursos que me tocaban me obligaban a suplir a uña de caballo todas las carencias con que había salido de la Universidad —¡alma madráster la llamó el otro!—, ni siquiera sabía que la Dirección del centro tuviera un poder que pudiera interferir en el desarrollo de mi actividad. Aunque choqué con ella por mi exigencia de que retiraran de la vitrina de información «oficial» una convocatoria relativa a la primera visita de Juan Pablo II a España, anuncio que en modo alguno tenía nada que ver con la vida oficial del instituto, (que conste, entre estos paréntesis confidenciales, que el incidente me sirvió para anudar una buena amistad con el exaltado apóstol de la supuesta buena nueva, un ejemplo de pura bondad humana y caritativa pedagogía).

Atareado en los muchos menesteres a que un profesor se ha de dedicar, y que suman horas invisibles que la sociedad ni valora ni reconoce ni agradece, contemplaba cualquier reunión como una «merma horribilis» de esa dedicación, más aún cuando cada una de las tales se revelaba una nefasta e irreparable pérdida de tiempo y un método improductivo para la mejora de la calidad general del centro, pues ésta dependía, inexcusablemente, de la de cada uno de los miembros del mismo, y ya se sabe que en la viña del Señor...

Insisto en que tal vez naciera mi concepción laboral de mi severa inclinación individualista, pero la verdadera naturaleza de aquella se me reveló como tal un buen día en que, atareado en mi dedicación profesional, aguardaba mi turno para ser recibido por el traumatólogo: éramos, los profesores, como ellos: médicos, arquitectos, abogados, etc.: «profesionales liberales». Pasábamos consulta en cada curso, cerrábamos el despacho a las visitas y seguíamos trabajando, en nuestra oficina doméstica, a nuestro aire, hasta decir basta, porque nuestra labor es como la de Sísifo, inacabable, aunque solo en parte —las exigencias de la Administración educativa  constituya una maldición insoportable.

          Desde esa perspectiva, y aun a pesar de haber trabajado en colaboración estrecha con no pocos colegas, se ha instalado en mí la convicción de que, con mi libertad de cátedra como patente de corso, no debo obediencia a nadie, sino escrupuloso respeto ético a mi compromiso profesional; y lo ha hecho con tal fuerza de arraigo que ahora, pasados muchos años de aquella revelación , ignoro si ha sido una virtud o una rémora.

Vienen estas reflexiones a cuento de la falta de “combatividad” de los docentes, del «aletargamiento» en que vivimos, de la supuesta «indiferencia» con que contemplamos los serios problemas que nos tienen al borde del colapso institucional; pero, a pesar de haberlo intentado, de haberme querido integrar en los esfuerzos colectivos de la comunidad educativa, sigo aún con la «costra» de profesional liberal que parece habérseme pegado como un identificador social: una licenciatura, estudios de grado, una tesis en curso y una dedicación constante a la materia, tanto en forma de estudios como de publicaciones, etc., no me hacen pensar en mi trabajo como en el de quien trabaja en una cadena, ajustado a unos ritmos, unos contenidos, un horario y unas exigencias precisas, sino como en el de quien mejorándose continuamente ofrece a sus alumnos un producto muy distinto de los que tiene a su alrededor, consciente de que en esa singularidad se cifra su valor profesional y debería, ¡ay!, cifrarse el reconocimiento social del mismo.

Nunca he aspirado a enseñar igual que mis colegas, y todo mi afán ha consistido en individualizar mi dedicación profesional, que nunca se me confundiera ni anonimizara: «el de castellano», uno más, otro pestiño... Este sincero reconocimiento de mi voluntad profesional no excluye, por supuesto, porque es su fundamento, el agradecimiento a todos aquellos colegas de quienes he aprendido tantísimo a lo largo de mi vida profesional, y de los que aún sigo aprendiendo, gracias a Hermes. Ellos fueron ejemplo para poder yo ganar la poca o mucha fama de profesor a que me hiciera acreedor mediante mi amejoramiento, en el que aún signo inmerso. Teniendo en cuenta lo anterior, ¿de dónde puedo sacar la conciencia colectiva que me impulse a bajar a una trinchera en la que me haya de batir el cobre por unas condiciones de trabajo y una organización del mismo que, más allá de mi horas de atención, de mis horas de consulta, apenas tienen interés para mí?

Son raras, sin duda, las manifestaciones de arquitectos, de abogados o de ingenieros industriales, pongamos por caso. Y si bien los recortes presupuestarios han lanzado a los médicos a la calle, por ejemplo, esas protestas adquieren una lucha de supervivencia que va más allá  de lo que podríamos entender como una huelga profesional. Sé que hay muchos aspectos de la vida profesional que exigen una defensa numantina contra la irracionalidad de quienes nos gobiernan, pero en nuestro sistema democrático, en el que el poder lo tienen los representantes del pueblo, votados en las urnas, se me antoja imposible que ese mismo pueblo empatice con nuestras reivindicaciones, puesto que está en él, en su vasta ignorancia, la fuente de la orgullosa demagogia de quienes los representan, camelándolos. Por otro lado, ¡son tantas las exigencias profesionales en cuanto a las mejoras constantes para la transmisión de los conocimientos que me afectan, que todo lo demás parece pasar a un segundo plano! Me recuerdo en la última manifestación contra los recortes, agitando la mano derecha al son de los sonsonetes combativos y sosteniendo un libro con  la izquierda, en el que ampliaba conocimientos para clases inmediatas.

La estructura horaria de nuestra semana laboral incrementa, por si lo anterior fuera poco convincente, esa «ilusión» de ser auténticos profesionales liberales. No salir ni entrar a la misma hora, disponer de «huecos» en los que dedicarse al allegamiento de material o a la evaluación individual de nuestros «pacientes», etc., son particularidades laborales que contribuyen, en mayor o menor medida, a la creación de esa conciencia de profesional liberal que bien pudiera ser la explicación de la tibia actitud reivindicativa que nos aqueja o nos distingue. No niego que la plaga de igualitarismo a ultranza con que se ha querido desfigurar nuestra profesión tenga mucho que ver con lo que aquí digo, y quizás sea la raíz cizañera de mi actitud. Con todo, y acabo, ¿no es harto frecuente en los Institutos la conciencia de que todos y cada uno de los que trabajamos en ellos «somos» algo más que «meros» profesores; que nuestra profesión no es sino un modus vivendi a la espera de que se revelen nuestras potencialidades particulares que nos permitan cumplir un destino más halagüeño e incluso más próspero?

Vale.