martes, 18 de noviembre de 2025

Debate sobre la razón en «El curandero de su honra», de Pérez de Ayala.

 

Una muestra elocuente de la novela intelectual de la Generación del 14.

El presente diálogo, perteneciente a la novela El curandero de su honra, de Ramón Pérez de Ayala, uno de los tres grandes Ramones de nuestro siglo xx: Ramón Gómez de la Serna, Ramón María del Valle-Inclán y Ramón Pérez de Ayala, nos muestra de qué manera la novela española en 1926 estaba en sintonía con los esfuerzos europeos en esa dirección que se manifiestan, sobre todo, en las grandes novelas de ideas que se escriben desde aquel fructífero periodo de entreguerras en adelante, como La montaña mágica, de Thomas Mann, El hombre sin atributos, de Robert Musil o La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, a las que la presente se acerca muy tangencialmente, dada la estructura tradicional de la trama que presenta y el influjo de una tradición costumbrista y realista que late en sus páginas con viva fuerza. Igualmente, no hay que perder de vista el influjo de las Vanguardias, sobre todo por la influencia decisiva del irracionalismo que arranca con el ambiguo Futurismo de Marinetti, preludio de una decantación hacia el culto a la fuerza, la industria, el deporte y la virilidad, semillas inequívocas del fascismo que exaltarían autores como D’Annunzio o Ezra Pound, entre otros.

Colás, el interlocutor de Tigre Juan y sobrino/hijo suyo, se dirige a su padre después de haber tenido una malhadada experiencia militar tras salir de su casa para alistarse, debido a un fracaso amoroso. Enfrentado a su tío/padre, Colás le da voz a una juventud que abominaba, en aquel entonces, de los acartonados e hipócritas valores sociales y personales de una generación caduca y paralizada, incapaz de ofrecer a las nuevas generaciones un ideal de vida por el que luchar y una patria democrática donde realizarse. En la voz de este joven intuimos doctrinas filosóficas como la de Ortega y Gasset, quien defendía una concepción de la razón como «Razón vital», esto es, emanada de la vida, no impuesta a ella desde una suerte de sitial privilegiado que ahoga cuanto de natural y espontáneo hay en el ser humano. Se trata, en consecuencia, de un debate abierto y al que cada cual ha de buscarle una respuesta.

Finalmente, me gustaría destacar la poderosa intuición del «sangrador» Tigre Juan cuando compara la estructura del cerebro y la de los intestinos, como si, con infinita antelación, hubiera descubierto lo que hoy es doctrina científica corriente y moliente: la estrecha relación entre la microbiota y el cerebro, lo que confirma el también viejo dictum cervantino: «La salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago»

 

 

—¡Quiá! Si el matrimonio fuera lo razonable, no me hubiera casado. Sigo juzgando el matrimonio como el mayor disparate. Por eso me he casado. No puedo resistir el hechizo que sobre mí ejerce todo lo irrazonable y disparatado. Un hombre estúpido se casa creyendo realizar un acto razonable y natural, Cuando ya no hay remedio, se le abren los ojos; y es un desesperado. Yo no soy de esos. Me place, me fascina lo absurdo, y hacia ello voy, pero a sabiendas. La vida es un absurdo delicioso. Y lo más absurdo de la vida consiste en que llevamos dentro de la cabeza un aparato geométrico y lógico, la inteligencia, que no tiene otra función que la de registrar y poner en evidencia ese absurdo radical de la vida. Sin ese aparato registrador, viviríamos del todo como los irracionales, sintiéndonos vivir, pero sin saber que vivimos, lo cual no es vivir, ciertamente. Somos irracionales y racionales a la vez. ¡Qué contradicción! ¡Qué absurdo! Irracionales, en cuanto somos seres vivos, pues el vivir es una actividad irracional. Racionales, en cuanto sabemos que vivimos y que no podemos por menos de vivir irracionalmente. Razonamos sobre lo pasado, y aun sobre lo presente, bien entendido que el presente vivo no existe sino como forma próxima y umbral del pasado; pero no es posible razonar sobre el porvenir. Digo, los hombres inteligentes. El porvenir es siempre irracional. Si no lo fuese, tampoco sería porvenir, ni llegaría a cobrar vida. Dos y dos son cuatro. Lo han sido en el pasado. Lo serán en el porvenir. Solo que esto de que dos y dos son cuatro nada tiene que ver con la vida; pertenece a la razón y a la matemática. La razón será lo permanente, si usté quiere. Y la vida es lo mudable; por eso es irracional. La vida, lo que vive, no obedece en cada caso a otra razón que su razón de ser; y esta razón de ser es en cada caso la razón de la sinrazón. Solo el error es vida. El conocimiento es la muerte. Yo, por fortuna, he acertado a distinguir entre la Razón, con mayúscula, que es simplemente la inteligencia, o aparato registrador de la realidad, el cual llevamos dentro de la cabeza; y, de otra parte, la razón de ser de cada criatura viva y cada movimiento de la vida, la razón de la sinrazón. La realidad tiene dos mitades: una, la que no vive; otra, la que vive. Se conoce lo que no vive. Lo que es vivo se vive. Aplicada a lo que no vive, la Razón propende a proclamarse soberana, y así se suele decir que el hombre es el rey de la Naturaleza; porque, como quiera que lo que vive no muda de condición, o si cambia es conforme a modificaciones regulares y siempre idénticas, la Razón atenta echa de ver ciertas pautas o leyes fijas, permanentes, cuyo conjunto se distribuyen las ciencias naturales, de donde se deduce, con aturdimiento orgulloso y pueril, que la Razón del hombre señorea la materia y es, en algún modo, árbitro del futuro de las cosas sin vida. Gran simpleza. El hombre es un simio atacado de megalomanía. Si la piedra cae, no es porque se doblegue a una ley, la de la gravedad, dictada por la Razón, sino que la Razón, a fin de explicarse este fenómeno, lo registra con una fórmula que ha llamado gravedad. Lo mismo que si la Razón vaticina que, dentro de un milenio, dos y dos serán cuatro, no se debe a que la Razón penetre o determine el futuro, sino porque lo que no vive carece de pasado y futuro y es siempre en el mismo estado. Ahora, la vida se define por su potencialidad, por su futuro. La vida pasada ya no es vida. Pero el futuro de la vida es necesariamente irracional, y la Razón no puede anticiparlo, ni, mucho menos, regirlo. La función de la Razón, respecto a la vida, está limitada a actuar sobre el pasado, o sea, sobre lo inmóvil; esto es, la vida que ya no es vida. Como que la Razón es lo contrario de la vida. La vida es lo que muere, porque la vida es lo individual. La Razón es genérica, y no muere. La vida no se puede partir ni repartir. Se dice da la vida por la patria, o por una mujer; mas no se dice dar la vida a. Dar la vida significa que uno la pierde, sin que otro la reciba; por lo tanto, no es en rigor una donación, antes bien un sacrificio, palabra que literalmente quiere decir ejecutar un acto sagrado, o lo que es lo mismo, misterioso, irracional en suma. Solo hay una forma de dar la vida a otro: engendrar. En cambio, la Razón es mostrenca, de todos y de nadie, de suerte que no perece con el individuo; se da y se comunica, sin que por eso padezca merma el donante. Yo no puedo transferir a la vida individual de ninguna otra persona ninguno de los inseparables componentes de mi vida; mis miembros, mi pulso, mis emociones, mi perfil, el color de mis ojos. Pero sí puedo compartir con otros muchos individuos mis principios de Razón y mis ideas, sin que dejen de subsistir en su integridad ideas y principios, para ellos y para mí. Como que mi Razón no es mía, sino que pertenece a la especie, al hombre  en general, pro indiviso. Lo único que es mío, inalienable e intransferible, es mi razón de ser, la razón de mi sinrazón. Si hay algunas ideas mías que los demás no comprenden ni sienten en su plenitud (digo sentir, adrede), y que, en consecuencia, no comparten, esas tales no son ideas de Razón, sino ideas vivas; mi arquetipo congénito, la idea original, el ideal, de mi existencia, mi irracionalidad, mi vida. Pues bien, la Razón superior está para eso; para admirar, para admitir humildemente y con reverencia lo irracional. El hombre es tanto más inteligente en la medida que acierta a justificar fuera de sí, en los demás hombres, el mayor número de vidas individuales, el mayor repertorio de razones de la sinrazón, la cantidad más extensa de irracionalidades; así como el hombre es más artista en la medida que acierta a sentir y hacer sentir, o sea, expresar, con la mayor intensidad, su irracionalidad su vida propia, y otras irracionalidades y vidas ajenas, cuantas más mejor, que viene a ser como multiplicar para los demás hombres las dimensiones y goce de su respectiva vida la de cada cual. He dicho, también adrede, justificar el mayor número de vidas individuales. Justificar: reconocer la justicia que a la vida le asiste, en cada caso y momento, para ser como es, infinitamente diversa en su irracionalidad. Repito que lo irrazonable y en apariencia absurdo me fascina. Por eso, además de haberme casado, he decidido concluir este invierno mi carrera de Derecho, o de Leyes, como dicen otros. ¿Hay algo más absurdo que la profesión de abogado, o jurisconsulto? Todo hecho consumado ha obedecido a una razón suficiente; encerraba, pues, un derecho a la existencia, una ley fatal e intrínseca. Lo que llamamos ley es la explicación inteligible de que un hecho se haya producido. Las leyes han nacido de los hechos, de la vida. Las leyes van a retaguardia, a remolque de la vida y de los hechos. Esto es archievidente. Y, sin embargo, se entiende por lo común (los abogados son los primeros en intoxicarse de esta ilusión), que las leyes son imperativos para lo futuro, en cuya racionalidad inanimada y geométrica (la de las leyes) deberán encuadrarse por fuerza la fluyente irracionalidad de la vida por venir. Pero la vida es vida porque está de continuo engendrando nuevos hechos que a posteriori se explicarán conforme nuevas leyes. Conque, como no sea como curiosidad superflua, ¿para qué sirve el estudio de la carrera de leyes? ¿Me lo quiere usté decir?

          —Te he estado escuchando, Colás, como quien oye llover; y no es burla ni desdén, sino encarecimiento. […] Si te asegurase que he comprendido tu doctrina, faltaría a la verdad. No he comprendido cabalmente, pero he adivinado. En las estampas de los libros de medicina he advertido siempre una gran analogía entre el burujo y revoltiño que hacen los sesos y los que hacen las tripas. […] Me parece también que en sus operaciones guardan estrecha semejanza el vientre y la cabeza. Sobrio y nutritivo alimento garantizan la sanidad, así del uno como de la otra. Caso de empacho, conviene acudir presto a la vía catártica o purgativa. Temo, Colás, que sufres una gran indigestión de la cabeza. Barre y limpia tu cabeza, Colás.[…] Es harto corriente que el huérfano de razón anda sobrado de razones. Quien mucho aspira a demostrar, solo una cosa demuestra: que no sabe a qué carta quedarse.

lunes, 27 de octubre de 2025

La aspiración vertical.

 


Los tropiezos, las caídas y el planisferio corporal del dolor

 

Lo vertical, lo erecto, tiene en nuestra vida una importancia que no sospechamos, y un prestigio que observamos no solo en nosotros mismos, bípedos implumes,  sino en nuestras obras, y ahí está la arquitectura dando fe de que la erectilidad es prueba irrefragable de que hacemos bien las cosas, excepción hecha de aquella mamarrachada de rascacielos horizontal que responde al nombre de L’Illa, si bien el concepto fue creado por  El Lissitzky en 1925, aunque con muy distinta realización. La misma erectilidad nos parece la más contundente prueba de la virilidad y «hacer el pino» una demostración de maestría y habilidad que nos equipara al prodigio erecto de los árboles, sin cuya firme erección sobre el terreno, bien sostenido en sus ramificadas raíces, a nuestro planeta le sería imposible sobrevivir. Fe dan de verticalidad los sindicatos de indefinibles trabajadores, tanto en el Régimen de la democracia orgánica como en el de la inorgánica, si gobernada, eso sí, por sus fuerzas ideológicas afines o hermanas. Todo lo vertical, hasta la famosa sonrisa que dio pie a una colección de relatos eróticos, nos parece un logro de la especie. Y de ello se deriva que el concepto de «caída», comenzando por la auroral de los únicos habitantes del Edén, represente la humillación, que no es otra cosa que empaparse de humus, tierra, en una posición prona o supina que nos llena de vergüenza. ¿Hay algo más risible o *carcajeable que las caídas de las personas cuando no se espera que sucedan? Fueron, en su día, el fundamento del cine cómico y del cine de dibujos, y nadie hay capaz de suprimir ese instinto risueño, que compite, al entender de Huizinga, con el del amor y la muerte freudianos, cuando contempla una aparatosa caída de alguien en la calle. El benigno «¡qué costalazo!» suele pronunciarse con ese brillo en los ojos que preludia la extensión de las comisuras para trazar la sonrisa obligada por la propia especie ante la supuesta torpeza de nuestros semejantes, aunque contemplemos el suceso como si no lo fueran o deseando el espectador no asemejarse en modo alguno al infortunado. No son pocos los sinónimos de «vertical»: perpendicular, tieso, derecho, erecto, empinado, escarpado, rígido, erguido, etc.; ni las expresiones que nos hablan de ir «derecho como una vela», «erguido como un mástil», «tieso como un palo» o «rígido como un moralista», pongamos por caso. En todos ellos las connotaciones son positivas. Nada que ver con las caídas, los desfallecimientos, el privarse o los desmayos, que acusan debilidad, flojera, falta, en definitiva, de virilidad, caracterizada como lo propio de la erección, frente al deliquio como forma de la feminidad, según establecen los tópicos recurrentes. Otra cosa, naturalmente, son los casos individuales que transgreden esos tópicos manidos.

          ¿Y a cuento de qué viene esta suerte de loa de lo erecto? Pues a cuenta del último costalazo soberbio que me pegué hace dos días, por andar velozmente por la calle justo cuando comenzaba una lluvia que, mezclada con la suciedad habitual de las calles, formó una pátina resbaladiza capaz de dar con el cuerpo en el suelo de cualquier insensato que no anduviera con pies de plomo, sino con los de la imitación burda de los de Fred Astaire o Gene Kelly. Con espontánea imitación de las caídas del cine cómico o de los personajes del cine de dibujos, el resbalón me levantó del suelo hasta ponerme en posición impecable y fugazmente horizontal, antes de caer a plomo sobre la espalda sin apenas poder poner las manos para amortiguar una caída que sonó como si hubieran dejado caer un bloque de mármol de 85 quilos. Como la pierna izquierda se quedó momentáneamente anclada al pavimento durante el vuelo del cuerpo, el tirón que sufrí en ella me produjo un dolor aún mayor que el del contacto marmóreo de la espalda con la acera. Creí que me había roto el ligamento del cuádriceps,  y, cuando me incorporé, después de que una espantada y risueña mujer se acercara a preguntarme cómo me encontraba, tras haber reganado yo la orgullosa posición erecta, que no ocultaba, por la suciedad posterior de la camisa y de pantalón, lo sucedido, no dejé de buscar con la mano el hueco de la rotura en el poderoso ligamento, porque mis cuádriceps están muy trabajados con las pesas y la carrera. Me alejé del lugar, tras asegurar a la señora que, de momento, me encontraba bien, pero que, más tarde, a saber, cuando se enfriase el golpe, cómo me sentiría. No necesité, sin embargo, que se enfriara, en caliente ya me di cuenta de que tenía media espalda boqueada, rígida, y que era incapaz de según qué movimientos, aunque llegué andando por mi propio a casa, de la que distaba unos tres quilómetros. En Urgencias, al día siguiente, después de una noche torturadora, me certificaron la hipercontractura, me recomendaron Tramadol y, por lo demás, el clásico ajo y agua…

          El percance, que ha ido adquiriendo visos de normalidad por la frecuencia con que últimamente ruedo por los suelos o caigo a plomo, me hizo pensar en ese historial de caídas, no metafóricas, que todos almacenamos. Acaso la primera fuera, también a plomo, desde una valla en la que estaba sentado contemplando un partido de fútbol en la escuela, abatido, al parecer, por una insolación. De esa caída infantil la memoria dio, por su cuenta, un salto hasta mis 28 añazos, cuando, al salir del comedor en la Universidad de Tufts, ya empezada la temporada de nieves, resbalé sobre una placa de hielo y caí exactamente como hace dos días. Ir abrigado amortiguó la caída y los dolores solo duraron un par de meses… Hace dos días, aún con calores, apenas llevaba una camisa finísima…., y espero que las artes mágicas de Antonio, mi fisio, me recuperen en apenas un par de semanas.

          Mi afición al maratón, como no podía ser de otro modo, me ha tumbado no pocas veces en el duro suelo, como si fueron curas de humildad frente a la soberbia del espíritu competitivo. Y caídas he tenido en las que he rodado, como haciendo la jocosa croqueta, para evitar lesiones de cuidado, pero eso ha sido en la pista de atletismo, terreno favorable para caídas de especialista de cine. Por la calle ya es otro cantar. Y si se corre de noche, le pasa a uno como a mí cuando metí el pie en el borde interior del alcorque y acabé dándome un costalazo del que me recuperé con tanta efusión de sangre que hube de acercarme a una fuente para limpiarme y presionar la herida hasta que dejara de sangrar, hecho lo cual continué el entrenamiento, por supuesto. No hará ni un mes que, corriendo por el carril bici, sin ciclistas a la vista, y pendiente de si me daba o no tiempo a pasar un semáforo, acabé tropezando contra esas tontas lucecitas que sobresalen del firme en las esquinas y el rodamiento fue tan infortunado que me atropellé el propio brazo y estuve inutilizado casi una semana, tirando de mano siniestra para todo. Más ridícula, con todo, fue la caída en la cinta de correr, en el gimnasio, por tratar de atrapar el teléfono que se me cayó, donde veía una película con sumo interés, como bien saben los frecuentadores de El Ojo Cosmológico…, y ahí sí que, la pierna desnuda, se me quedó atrapada, presionando contra la cinta que, fiel a su naturaleza rodante, no suspendió el movimiento, y dada la agresividad del material con que está hecha la cinta, me desolló la pierna desde la rodilla hasta el tobillo de un modo tan agresivo como el de la garlopa sobre la madera… Eso sí, recompuesto, seguí corriendo y viendo una película que exigía eso y más. Este pasado verano, por la inclemencia del firme, lleno de salientes inadvertidos, sobe todo cuando se camina comentando el paisaje o el punto de interés turístico pertinente, tropecé y di, de nuevo, con la osamenta en el firme, si bien me dio tiempo a rodar adecuadamente para evitar daños mayores. Incluso me comento elogiosamente la caída un señor que se bajó del coche para auxiliarme: «Hacía tiempo que no veía caer tan bien», dijo, admirado. Le di las gracias y de ahí no pasó el susto. Un incidente turístico muy distinto del de mi caída en el bosque de laurisilvas de Tenerife cuando, intentando arrancar una rama seca de un arbusto en lo alto de un talud, caí de culo con tan mala fortuna que lo hice sobre mi mano izquierda, que no rompí por expreso milagro de alguien que me debe de querer bien en el cielo de las supersticiones. De lo que no me libré fue de ir a Urgencias y de salir casi escayolado. Ya en la península, me enteré de que, con la mano fuertemente vendada, me estaba prohibido conducir, pero como, en aquel momento, era el único conductor de la familia, una semanita estuve conduciendo con esa mano. Que pueda escribir esto es señal de que hice de la necesidad virtud.

          Entre las más ridículas, sin embargo, ha de contarse la de aquel otro día de lluvia en que, al salir del Instituto donde trabajaba, y por salvar un charco que se había formado ante la verja del tren, que solía salvar para cruzar las vías y llegar hasta el aparcamiento, al otro lado, di un salto, yo creí que hermosamente felino, pero me debieron flaquear las manos al agarrarme de la verja y caí hacia atrás sobe el charco, en posición de sentado, y creí que con fortuna. Volví, ya empapado —lo que quería evitar—, a cruzar a vía y conduje tan tranquilamente a casa, pero notando un cierto dolorcillo en el cóccix que, en cuanto se enfrió, y para mi sorpresa e incredulidad, se convirtió en un tormento de dolor del que no salí en dos meses…

          Llevo coleccionados tantos abatimientos que me cabe la duda de si no he desarrollado algún complejo de «presa» de invisibles cazadores que se complacen, de tanto en tanto, en hacerme «besar el suelo» como los perdedores que «besan la lona» en el cuadrilátero, reacios a aceptar el amaño de la pelea, como Robert Ryan en la inmortal película Nadie puede vencerme. Algo parecido debe gritar mi cuerpo, «nadie puede doblegarme», tras levantarme de mis numerosas caídas y seguir con mi vida, a la espera, sin duda, de algún abatimiento ya escrito; pero el repertorio de dolores conocido me acredita como experto sufridor sufrido, porque, salvo las quejas inmediatas del dolor agudo, eso sí, nadie espere de mí las quejas y los ayes de rigor que hacen insoportable la compañía de un «caído», ángel o demonio…

jueves, 16 de octubre de 2025

«¡Prohibido fijar carteles!», un capítulo aleccionador de Walter Benjamin, perteneciente a su libro «Dirección única».

 


                                                                        


                                       APOSTILLAS A LA TÉCNICA DEL ESCRITOR EN TRECE TESIS.

 1. Quien se proponga escribir una obra de gran envergadura, que se dé buena vida y, al terminar su tarea diaria, se conceda todo aquello que no perjudique la prosecución de la misma.

            La vieja ley de las recompensas para estimular la productividad. Lo importante es discriminar lo que no es perjudicial para la continuación de la labor.

2. Habla de lo ya realizado, si quieres, pero en el curso de tu trabajo no leas ningún pasaje a nadie. Cada satisfacción que así te proporciones amenguará tu ritmo. Siguiendo este régimen, el deseo cada vez mayor de comunicación acabará siendo un estímulo para concluirlo.

            Gran reto para un autor, evitar hablar de lo que está creando, porque, a veces, la emoción pura de la satisfacción por algún pasaje muy logrado nos impele a darlo a conocer. Resistirse es más difícil que acertar a escribirlo, sin duda.

    3. Mientras estés trabajando, intenta sustraerte a la medianía de la cotidianidad. Una quietud a medias, acompañada de ruidos triviales, degrada. En cambio, el acompañamiento de un estudio musical o de un murmullo de voces puede resultar tan significativo para el trabajo como el perceptible silencio de la noche. Si este agudiza el oído interior, aquel se convierte en la piedra de toque de una dicción cuya plenitud sepulta en sí misma hasta los ruidos excéntricos.

            Dudo mucho de que quien esté «sepultado» en su trabajo sea capaz de discriminar si hay algún sonido que lo distraiga. Otra cosa es que los ruidos del vivir cotidiano nos interrumpan. En ese caso es conveniente protegerse con alguna pieza de música clásica. El quid está en no dejarse arrastrar por la melodía o los arreglos de esa composición, sino ir paulatinamente dejando de escucharla hasta seguir concentrado en lo que se escribe sin percatarnos de que dicha música suena junto a nosotros.    

4. Evita comprar cualquier tipo de útiles. Aferrarse pedantemente a ciertos papeles, plumas, tintas, es provechoso. No el lujo, pero sí la abundancia de estos materiales es imprescindible.

            Reconozco que me es imposible ponerme a escribir si no he doblado mis folios, haciendo cuadernillos de cuatro hojas y si no dispongo de mi pluma habitual para tan sagrado acto. Durante mucho tiempo fue la Parker45. Ahora es otra Parker y una Lamy, si bien no es infrecuente que la exigencia de lo narrado me obligue a cambiar la herramienta. Y casos ha habido en los que he optado por la pluma de palo o el lápiz... La fidelidad a ciertas marcas y hábitos es una señal de nuestro compromiso con la tarea artística.

    5. No dejes pasar de incógnito ningún pensamiento, y lleva tu cuaderno de notas con el mismo rigor con que las autoridades llevan el registro de extranjeros.

            ¿Quién puede considerarse escritor si no lleva permanentemente encima un útil de escribir y una libreta minúscula donde tomar notas justo cuando la inspiración nos visita? Mi costumbre es abrir unos cuadernillos, a los que pomposamente llamo Sala de máquinas, donde voy apuntando, al hilo del desarrollo de la historia, cuantas intuiciones creo que pueden mejorar el texto.

   6. Que tu pluma sea reacia a la inspiración; así la atraerá hacia ella con la fuerza del imán. Cuanto más cautela pongas al anotar una ocurrencia, más madura y plenamente se te entregará. La palabra conquista el pensamiento, pero la escritura lo domina.

           Esperar la inspiración equivale, en la mayoría de los casos, a no salir de un impasse que nos lleva a la derrota.  Las «ocurrencias» exigen rumiación y detenida elaboración, del mismo modo que a cualquier frase escrita le ha de costar lo suyo pasar el filtro de la exigencia que todo autor que se precie debe usar. Las ideas felices que nos rondan por la cabeza, solo son estimables cuando pasan de las musas al papel, y Benjamin sugiere, con excelente criterio, que no aceleremos esa transición.

     7. Nunca dejes de escribir porque ya no se te ocurra nada. Es un imperativo del honor literario interrumpirse solamente cuando haya que respetar algún plazo (una cena. Una cita) o la obra esté ya concluida...

            A este respecto, Benjamin está muy de acuerdo con el consejo que le leí a Hemingway una vez y que he cumplido a rajatabla: el escritor jamás se puede permitir dejar de escribir hasta que sepa exactamente cómo va a continuar. Entonces, pueden hasta pasar meses o años, que cuando reemprenda la escritura, esta fluirá como si la hubiera suspendido unas horas antes.

      8. Ocupa las intermitencias de la inspiración pasando en limpio lo escrito. Al hacerlo se despertará la intuición.

            No sé los demás, pero yo solo suelo seguir este consejo en caso de gran atasco. Si todo fluye como debe, pasar el manuscrito a limpio en el ordenador es, para mí, una fase más de las correcciones de lo escrito, y no la última, que será siempre la de la lectura de las galeradas.

       9. Nulla die sine línea —pero sí semanas.

            Aunque la frase se refiere al pintor Apeles, y la escribió Plinio el Viejo, los literatos la hemos hecho nuestra con singular habilidad, porque la línea de texto no es a lo que se refiere la línea de la cita, está claro. Relativiza Benjamin la exigencia de ponerse obligaciones como la de la cita, pero el escritor siempre escribe, aunque no trace ningún signo sobre el papel. Solo hace falta recordar que Juan de la Cruz creó y memorizó su Cántico Espiritual, y fue su primer afán, tras escapar de la prisión que hubiera acabado con sus días, que le tomaran al dictado tan altísima composición.

     10. Nunca des por concluida una obra que no te haya retenido alguna vez desde el atardecer hasta el despuntar del día siguiente.

            Trasnochar porque nos alborotan la mente pasajes de una obra, la insatisfacción ante ciertos recursos o la perplejidad ante el camino a seguir es algo muy propio de los artistas. La terapia gestaltica habla de gestalts (o asuntos) no resueltas como causa evidente del insomnio. Puedo dar fe.

     11.  No escribas la conclusión de la obra en tu cuarto de trabajo habitual. En él no encontrarías valor para hacerlo.

            La mentalidad de scholar de Benjamin, y su apego al lugar de trabajo, con el que establece una relación emocional muy profunda, le lleva a sugerir esa prohibición. Yo disiento, aun teniendo la misma alma de estudioso, porque ningún lugar mejor que el propio estudio para culminar una aventura que ha transcurrido toda o casi toda ella en él. Al César...

       12. Fases de la composición: idea-estilo-escritura. El sentido de fijar un texto pasándolo a limpio es que la atención ya solo se centra en la caligrafía. La idea mata la inspiración, el estilo encadena la idea, la escritura remunera al estilo.

            Particularmente, me cuesta seguir un planteamiento tan analítico, porque, acaso en mi inconsciencia creativa de baja estofa, dese la idea hasta el estilo todo se resuelve en ese momento mágico de la escritura, cuando la pluma discurre sobre el papel como si nosotros, los creadores, estuviéramos ausentes.

      13.  La obra es la mascarilla funeraria de la concepción.

            ¡Excelente aforismo del género de la paradoja! Vista así, no hay obra que esté a la altura del poder genesíaco de la concepción, y sé de buena fuente que esa convicción ha apartado a muchos autores de intentar materializar algunas que hubieran merecido los honores de la impresión...

 

 

 

viernes, 19 de septiembre de 2025

Dos viajes superpuestos: el familiar por las Merindades y el «Viaje por el Canal de Castilla (Hacia la pleamar de las espigas)», de Pascual Izquierdo.

        Una roca en el bosque

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El saber y el bienestar a la orilla del camino, de tierra o de agua.

 

          Confieso que como ando siempre algo atolondrado y no tengo la condición innata del viajero: echarse afuera con el animoso sursum corda! y dejarse sorprender por el pasmo ante lo geográfico, lo cultural y lo humano, no soy un turista ejemplar y descuido aspectos esenciales de toda visita a zonas de nuestra rica geografía española, excepto el hospedaje y el itinerario básico de ida y vuelta. A ello sumo la habitual mala elección de la literatura portátil, o deficiente, porque no se puede negar que no parece lo más racional escoger como libro de viaje un libro de viajes que nada tiene que ver con el que uno se dispone a hacer. La explicación es sencilla: ya lo había empezado antes de salir, y era tal el deleite de la lectura que, aun no coincidiendo más que en un extremo de la provincia de Palencia, el libro en Alar y nosotros turisteando por Aguilar de Campóo en día de mercado semanal, no me resistí a postergarlo hasta la vuelta y conmigo que me lo llevé.

          Nosotros hemos visitado muy superficialmente las Merindades, y el libro de Pascual Izquierdo se resume en su título: Viaje por el Canal de Castilla (Hacia la pleamar de las espigas), título alto, sonoro, significativo y poético, haciendo honor a la condición del autor, que tachona texto con no pocas expresiones llenas de la poesía que inspira esa obra ilustrada de la ingeniería que funciona desde 1753 hasta 1953. Año este en el que yo nazco, aunque no se me puede achacar mal fario ninguno…El desarrollismo del régimen autocrático había de atender a compromisos periféricos que marginaron mortalmente a Castilla, cuna de España, sumiéndola en una postración de la que aún no se ha rehecho, ¡y menos aún en estos tiempos de la España despoblada!

          Fueron los buenos amigos los que nos sugirieron que las Merindades era un excelente destino. Y así nos lo ha parecido, sobre todo por sus hermosos paisajes —las hemos recorrido de extremo a extremo, desde Vitoria hasta Reinosa y desde Espinosa de los Monteros hasta Aguilar de Campóo— y por su impresionante arte románico, aunque las carreteras para llegar hasta alguno de esos templos gozosos te empujaban a dar marcha atrás y renunciar a la visita.


          Un edificio antiguo

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             ¡Ah, muy importante, si decide visitar estas villas, espacios, pueblos y centros culturales de las Merindades, vaya acompañado por alguien con quien turnarse para conducir!  ¡Excursiones hemos hecho de hasta doscientos setenta quilómetros…! Pongo por ejemplo la que nos llevó a encontrarnos con el Salto del Nervión en lo alto del puerto de Orduña que, por falta de planificación, hube de bajar con una niebla espesa de las de no ver nada a un metro y con unos 8º de temperatura en el exterior… De vuelta a la cumbre, y leyendo oportunamente los letreros explicativos, distinguimos que habíamos de cruzar parte del Monte Santiago hasta llegar a los aparcamientos desde donde iniciar la sufrida travesía que había de llevarnos hasta una famosa cascada de 200 metros de caída que… ¡estaba seca!, de lo cual nos enteramos al cruzarnos con otros senderistas por el estrecho y casi impracticable camino que nos permitió contemplar paisajes de esos que parecen «no hollados por el hombre», a juzgar por las serias dificultades para pasar por ellos que ofrecían.

                               Vista de una montaña

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                 Íbamos dispuestos a hacer caminatas, por supuesto, pero no tan exigentes ni tan largas para, sobre todo, no hallar la refrescante recompensa prometida por la publicidad del lugar. La bajada y subida del Puerto de Orduña se convirtió en presagio de lo que nos esperaba. Y el fiasco de la cascada en anticipo de la nula oferta de restauración en Berberana, donde, gracias a que pregunté a un lugareño, fui informado de que a unos seis quilómetros, en el camping de Angosto, se podía comer estupendamente en la barra, si el comedor estuviera cerrado. El hambre alarga los quilómetros a millas, está claro, y Angosto, en Vizcaya, sufría la influencia inglesa tradicional del País Vasco. Llegamos con el comedor ya cerrado, pero desde la barra nos servían lo mismo que estaban sirviendo unas mesas más allá. Y allí que pedimos la reparación de nuestro esfuerzo senderista y nos fueron saciadas con creces las tres hambres que allí nos habían llevado: Angosto era el lugar; anchas nuestras tragaderas y, en un ambiente más que euskaldún, un derroche de amabilidad las restauradoras que nos atendieron. Reconocí que el camino de vuelta se hacía de distinta manera después de semejante banquete y dejamos Angosto con la intención, acaso, de volver algún día, aun sabiendo que acaso fuera la primera y la última vez que el azar nos llevaba a él.

          Mientras, el recogimiento de nuestro habitación en el balneario de Corconte, venerable institución precisada de una contundente regeneración mobiliaria y lumínica, me permitía seguir en contacto con los miembros de la Cofradía del Pedal o hermanos del Yelmo de Mambrino: la mejor compañía para el más antiguo impulso humano: el viaje. El autor, Pascual Izquierdo, poeta y excelente autor de guías de viaje, como la notabilísima de Segovia, sin la cual ya puede uno despedirse de conocer la vieja ciudad castellana, dice que todo cuanto cuenta es producto de la invención, excepto la de los cofrades en cuya compañía viaja: Aunque aparezcan en escenarios concretos y desempeñen funciones precisas, los personajes que desfilan a o largo de este Viaje por el Canal de Castilla son solo eso: personajes literarios y no personas concretas. Estamos, pues, más que ante un libro de viajes, ante una novela de viaje, y he de confesar que la maestría del autor nos convence de lo primero, a tenor de la verdad con que nos narra la segunda. El viaje ciclista por el Canal permite a los cofrades no solo contemplar el estado de abandono de tan magna obra hidráulica, sino un reencuentro años después —el libro narra el segundo viaje, hecho en el año 2000— con ruinas, palacios, gentes, castillos y algunas novedades que sorprenden a los viajeros. La Historia aparece de forma recurrente, tanto la de siglos remotos como la infame del franquismo, como en Herrera de Pisuerga:  Aun no habían sonado las doce campanadas en el recinto que acoge la casa donde nació José Antonio Girón de Velasco [El león de Fuengirola, por otro nombre], aguerrido prohombre del franquismo que custodió las esencias del régimen hasta el último estertor. De esas épocas es también la amabilidad que deja entrever el servilismo forzoso de aquellos tiempos: —A mandar. Que para eso estamos. Resonó  en nuestros oídos la frase como reminiscencia de un pasado no demasiado lejano, y lo hizo con una carga de resignación y vasallaje totalmente inaceptable en los actuales tiempos.  Y todos le superponemos escenas de la adaptación cinematográfica que hizo Mario Camus de Los santos inocentes, del castellanísimo Miguel Delibes, una película inmortal y un artefacto novelístico de extraordinaria innovación estilística…

          El viaje de los cofrades es un viaje a la desolación; el nuestro por las Merindades, una promesa de futuro, porque son enormes las posibilidades de desarrollo de la zona, y no solo por el turismo. ¡Jamás habíamos visto tantísimas balas de paja en los campos o en hangares de dimensiones gigantescas! Y en pocos sitios hay tanto terreno cultivado como por donde pasamos siempre con creciente admiración. Por no hablar de las explotaciones ganaderas que teníamos tan cerca como en la orilla del pantano del Ebro, junto al balneario de Corconte. Hacía siglos que no se me posaba un tábano y me largaba un mordisco que, dada mi fragilidad dermatológica, me dejó  un pequeño volcán en el codo y un escozor de mal soportar.


                          


 

           El tiempo atmosférico nos acompañó durante toda la semana norteña y nos libró del tormento climatológico que estaban viviendo familiares y amigos en Barcelona. Mi Conjunta y yo recordamos aquellos viejísimos tiempos en los que, como auxiliares administrativos de Hacienda, escogíamos el mes de setiembre para las vacaciones de verano.

          Nada que ver con el sofocante calor que  gobierna con mazo periqueño a los ciclistas que se adentran por tierras donde solo el calor sobre las tejas, inundando las calles de un fuego capaz de calcinar los pájaros y amortajar el tedio los acompaña; esas tierras en las que aparecía el canal como un puñal inmóvil hundiéndose en la tierra, y, la misma en la que el viajero descubre de repente la iglesia de Olmos, de la que nos dice el novelista viajero: mientras su pórtico de tres columnas desata fantasías en el aire, la fábrica se recrea en la contemplación de unas lomas donde crece el cereal y duermen los barbechos. Por su parte, la torre, menos esbelta de lo que aparenta en la distancia, también se ensimisma en la visión de las espigas. Hay, pues, una sensibilidad exquisita no solo en la contemplación de lo derruido, sino también de lo que queda en pie, del propio Canal y, por supuesto, del paisanaje con el que se intercambian saberes, perplejidades y noticias peregrinas o incredulidades: 

             —Una vez arrancada la  barcaza, todo era templar. Pero había que ir con cuidado, porque las mulas sabían álgebra, dice un interlocutor. 

            —Los carros materos —respondió pasando por alto las justificaciones y remarcando la separación— llevaban un segundo piso cogido con alambres, una especie de plataforma de madera en la que transportaban piedras para hacer cal, a quien los cofrades le sugieren que se dice «carromateros», como prescribe la RAE. 

                    Detrás del mostrador y sobre una crestería de botellas, un cartel proclamaba con letras de regular tamaño: «Se vende veza». —¿Eso qué es? —preguntamos al camarero. —Algo parecido a la alfalfa. Pero la RAE, voy a buscar la voz, admirado por su belleza,  nos dice que es la algarroba, lo cual no le da demasiado parecido con la alfalfa, desde luego… Y, ya que estamos, no son pocas las voces que aparecen en el texto de Pascual Izquierdo que tienen viejos ecos de las voces que rescataban los noventayochistas del uso popular perdido en los ya por entonces pequeñas y despobladas aldeas de la meseta. Muchas, es cierto, tienen que ver con la arquitectura, con la construcción, pues son muchos los hermosos puentes sobre el Canal que se describen, pero, obviando la hermosa cuérnago por «cauce», me quedo con una que me ha dejado una duda irresoluta: «pluma de lagar», y cuya explicación solo podía venirme de una fuente tan autorizada como la de Emilio Pascual, quien me confirmo mi sospecha de que se aludía con tal nombre a la viga de madera de la que pende el peso que prensa la uva, del mismo modo que se llama así, «pluma», a la grúa que se instala en el centro de una construcción para facilitar los movimientos del material que en ella se emplean.

          Esta novela de viaje tiene muchas virtudes, y la de la propia invención no deja de ser una de las principales, pero esa creación de carácter costumbrista está jalonada por tal cantidad de información histórica que el lector disfruta con conocimientos insospechados para poblaciones de tan escasos habitantes; de igual manera que, sin discriminación ninguna, se nos hace la loa de accidentes geográficos que la merecen al margen de las dimensiones de su realidad, y me da la impresión que en no pocas ocasiones por el eco antiguo de la toponimia, como ocurre con el río Ucieza: El Ucieza es un río ignoto y humilde que, tras nacer en las alturas conocidas como los Páramos del Mochuelo, se arrastra por la planicie de Campos hasta morir cerca de Monzón, o con esta obra de ingenieria: Acueducto de San Carlos de Abánades. Se construyo de 1775 a 1780, dirigida por Antonio de Ulloa y Juan Lemaur. Desde lo alto del acueducto se contempla el rastro de árboles que crecen en el cauce y, mirando hacia las aguas verdosas del Valdavia, se percibe la distancia que existe entre el pretil y el suelo. Y se siente el silencio como si fuera un espeso oleaje de ceniza sobre el campo.

          Todas estas noticias me llegaban bien en la habitación del húmedo y aristocrático balneario venido a los menos de la edad y la escasez de fondos reformistas bien en alguna terraza donde reposar las vueltas y revueltas por poblaciones o caminos de sirga junto al Ebro, que domina las Merindades desde su hermoso nacimiento en Fontibre, cuyos alrededores bien merecen la visita. Menos tiempo teníamos en las prolijas descripciones de los templos románicos cuyas explicaciones generosas recibíamos de guías competentes, como la de la Colegiata de  Cervatos, el famoso románico erótico, y la del muy dinámico y feminista de la Iglesia de San Cornelio y San Cipriano, en Revilla de Santullán. Obras de arte ante las que nos quedábamos con un pasmo lejano que no difiere del que nos provocan obras más complejas y perfeccionistas como las del Renacimiento y el Barroco, por ejemplo. Otro cantar era llegar a otras iglesias románicas mas retiradas, como la de San Martín de Elines, con un claustro-joya  y una planta de dimensiones, en alzada, poco románicas, pero muy impactantes. La joven guía de esta última derrochó amabilidad y buen hacer, y pudimos ver el resto de las pinturas originales que decoraban el ábside. Imagino que si se hubiera dado el prodigio de conservar una iglesia tal y como la dejaron a poco de acabarla, no sé yo si el Románico tendría el mismo prestigio, del mismo modo que los colores vivos del Partenón en su tiempo, acaso nos hubieran producido un rechazo casi frontal. Ha hecho mucho en pro de su estatus la desnudez zen del mármol, desde luego. Recuerdo la Ermita de Belén, en Liétor, como una masificación gráfica francamente difícil de digerir estilísticamente, aunque con un encanto muy peculiar, propio del abigarramiento que llegaba a lo bizarro.

                                        


          La cofradía del pedal une deporte y cultura en perfecto maridaje, y de ahí las muchísimas referencias culturales que se van deslizando a través de las etapas, unas veces a cuenta de lo que se observa; otras, derivadas de la propia experiencia de los cofrades, ¡que no es poca! Atentos al camino, al arte, a las instituciones y al placer de la mesa bien surtida y regada, no es extraño que nos lleguen noticias de libros «locales» como el de Julio Gómez Senador: Castilla en escombros, que califica como desgarrador, el ínclito y sabio «Aemilius», trasunto del célebre escritor Emilio Pascual, quien remacha: De Julio Senador dice Jiménez Lozano que cometió el error de esconder sus palabras en el lugar más oculto y seguro. —¿Puede saberse cuál es ese lugar? —Un libro. —¿Cómo que un libro? —En España, publicar un libro es certificar que nadie va a leerlo. A veces, incluso la política, que tan abandonado tiene al Canal, se filtra a través de alguna noticia que, teniendo en cuenta nuestro presente, no deja de ser llamativa: Alguien comentaba las últimas incidencias del «caso Mañueco», relacionado con ese presidente de la Diputación acusado de cometer irregularidades, porque confirma la sospecha general de que, en este país, cuanto más [y no necesariamente «mejor»…]  delinques, más lejos llegas. De hecho, una referencia al «ominoso» Fernando vii sirve para recordarnos el momento en el que, por carecer de fondos el reino para hacerse cargo de las obras del Canal, se «privatizó»: en 1828, Fernando vii visita Palencia y allí le exponen el agravio de que las obras del Canal no progresan. Como la hacienda está esquilmada, Fernando vii privatiza el Canal, que pasa a denominarse Compañía del Canal de Castilla, por un periodo de setenta años a contar tras el acabamiento de las obras.

          Son muchos los lugares y los monumentos que se visitan, propios de la Historia o relativos al Canal, pero me quedo con el referido a Belmonte, la soberbia torre del castillo de Belmonte, que lleva a Aemilius a pronunciar unas palabras que algún revuelo doméstico causarían en su día…: Este edificio perteneció a don Juan Manuel de Nájera, señor del Belmonte. Luego, en tiempos de Carlos i, pasó a los Manueles y más tarde a los Manrique. Como un belicoso torbellino, por aquí cruzó con sus mesnadas el obispo Acuña, ese clérigo de azarosa biografía que, tras sumar su arrojo y caudillaje al levantamiento comunero, puso cerco a la fortaleza de Trigueros y fue derrotado en Villalar. [Edificio que ahora pertenece a la familia Fontaneda, por cierto]. —Yo sería feliz recluido en el torreón y rodeado solo de libros —proclamo Armilius. Macizo y airoso, el Torreón del Castillo de Belmonte no desmerece, de ninguna de las maneras, de la torre de Montaigne, en quien acaso piense Aemilius cuando expresa su deseo de aislarse en él. —¿Por qué no también de mujeres? , le inquiere, con sorna otro cofrade. —Quiero decir que, a estas alturas de mi vida, yo solo necesito tiempo —continuó Aemilius—. Tiempo para leer las páginas que aún no he leído. Y tiempo para acabar de escribir los tres o cuatro libros pendientes. ¡Ah, el tiempo! ¿Quién no puede identificarse con ese casto deseo! 

Reconozco que a nuestro viaje por las Merindades me llevé no menos de tres proyectos literarios a los que quería echarles un vistazo y quién sabía si incluso darles algún empujoncillo para poder decantarme, finalmente, por uno u otro y dedicarle, entonces, todo el tiempo, del escaso de que los escritores con responsabilidades domésticas suelen disponer…, pero ¡nones! Hube de conformarme con la lectura del manual escolar, del que ya he dado razón en esta Provincia, y del hermosísimo libro de Pascual Izquierdo, cuyas ilustraciones fotográficas, ¡aún no lo había dicho!, son una maravilla, y demuestra que en el narrador y poeta anida un fotógrafo de exquisita sensibilidad. ¡Qué luz, la de esas fotos! Imagino que el autor debe de haber hecha ya alguna que otra exposición con ellas, porque, a mi juicio, lo merecen.

No quiero concluir la recensión del libro de Izquierdo sin mencionar el jocoso recurso autobiográfico en la narración, cuando un cura se queja de que poeta hubo que convirtió la visita poco menos que en una traslación erótica, según noticia que le había llegado: Un sujeto que firma como Pascual Izquierdo. ¿No lo conocerá alguno de ustedes, por casualidad? —Ninguno de nosotros ha oído antes ese nombre. Debe de ser un autor marginal. Un perfecto desconocido. El cura se refería a las fantasías narrativas que se permite el autor, con motivo de esa visita, al recogerla en un libro anterior: Viaje por tierras de Castilla (y Cantabria)

Las Merindades es una comarca de cascadas en pueblos de muy bellas hechuras, y si no las hay, pues tienen un castillo imponente, como el de Frías, una villa medieval que esta considerada como uno de los pueblos más hermosos de España, una competición reñida donde las haya.


                              Una cascada de agua

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Aunque había relativamente pocos visitantes, sí constato que, cuando fuimos a visitar las cascadas de Tobera, tuvimos que desplazarnos hasta el desfiladero de Pancorbo para encontrar sitio donde comer. Al final, comimos de fábula, y pudimos admirar el inicio de un desfiladero en cuyo margen detuve el vehículo para fotografiar un campanario «colgado» sobre la carretera que parecía una réplica exacta del que vimos mi Conjunta y yo en Narciso negro, la extraordinaria película de Michael Powell y Emeric Presburger.

                    Una roca grande

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Leí hace poco el Elogio de caminar, de David Le Breton, en el que echaba pestes de los conductores, y nos describía poco menos que como «depredadores» del desplazamiento, como seres insensibles a las riquísimas recompensas del caminar a campo traviesa. Y sí, está claro que las ruedas del coche no son los pies, y que conducir no es caminar, pero discrepo yo mucho de que con las manos a las diez y diez sobre el volante y a una velocidad moderada de 90 km/h seamos tan insensibles como para no disfrutar de las muchas recompensas visuales, e incluso olfativas y táctiles, merced a la imaginación, que te deparan los muchos y diferentes paisajes de las Merindades, con esa disposición como de cráter que te obliga a subir y bajar puertos de no mas de mil metros de cima.

Por lo general, las carreteras, salvo las vecinales, suelen estar bien, pero a la ida cometí el error de llegar hasta el final de la autopista y me quedé a unos veinte quilómetros de Vitoria, teniendo que desviarme a mi izquierda para ir hacia el pueblín de Corcontes, atravesando muchos caseríos vascos y otros burgaleses, en esa frontera en la que las identidades por fuerza han de constituir un flujo, no un roble arraigado, pero allá cada cual con sus identificaciones, porque es amplio el mercado y hay de todo, como en botica. Curiosamente, en ese recorrido inicial nos salió al paso una de las iglesias que al final no acabamos yendo a ver porque estaba cerrada y porque requería una caminata en ascenso algo exigente. Desde la carretera, sin embargo, el peñasco como un barco que pone proa al paisaje era tan imponente como bello. A la vuelta mejoramos el criterio y descendimos por un desfiladero bien atractivo hasta Oña y de allí a Logroño, adonde no llegamos, para coger la autopista de vuelta a Barcelona, con el corazón y los ojos henchidos de tranquilidad, de buen tiempo, de excelentes yantares y de mil detalles culturales que, unidos a los paisajísticos, nos depararon una estancia que amerita la repetición.

A menudo, las mejores explicaciones en los libros de viajes son las fotografías que los ilustran y que despiertan en sus lectores el deseo de conocer personalmente esos paisajes o monumentos. No digo que sea innecesaria la prosa con que los viajeros dan rienda suelta a su entusiasmo o su decepción, pero una buena selección de instantáneas compensan algunas expansiones literarias, ciertamente... Aquí van algunas, para hacerme perdonar tanta extensión...