Improviografías prêt á rester.
(Breve introducción teórica)
Se ha ofrecido, sobre todo en la despiadada publicidad, la figura de los jubilados en los bancos de los parques ciudadanos, y aun de los paseos, como una suerte de desván de trastos viejos arrumbados cuando, en realidad, son, aunque nadie repara en ello, una inagotable cantera de relatos biográficos cuya breve extensión compite con la intensión compulsiva con que se enuncian. Digámoslo sin reparo y cuanto antes: es un arte. No tiene público, pero sus obras existen y están al alcance de muy pocos, un desconocimiento que este observador (también convulsivo) quiere remediar, o intentarlo, al menos. Se trata de un arte milenario plagiado, aunque no siempre mejorado, por escritores de toda laya. No se trata de los conocidos cuentacuentos tribales, auténticos correveidiles, glosados en el magnífico libro de Vagas Llosa sobre el arte de novelar, Viaje a la ficción, sino de un género distinto que se ha perfeccionado a lo largo del tiempo, si bien no siempre, cuando uno toma asiento junto a los artistas, puede tener la seguridad de hallarse junto a un maestro, a un pobre imitador o a un principiante prometedor, duda que se disipa apenas han comenzado a brotar de sus bocas, manantial caudaloso, las biografías efímeras, porque esta condición añade a este arte narrativo una dimensión muy peculiar y le confiere buena parte de su encanto y de su valor. Asentir a los primeros es garantizarse unos momentos extraordinarios de intenso placer literario; sufrir a los segundos, un tormento fácilmente excusable; tolerar a los últimos, una benemérita acción que otros oyentes agradecerán.
En la teoría literaria moderna se presta cada vez más atención al receptor. Las audiencias de este arte desconocido tienen, también, una gran importancia, en la medida en que los creadores son muy receptivos a las manifestaciones de agrado o desagrado de su público, lo que les lleva a potenciar sutilmente aquello que es mejor recibido, lo cual redunda en la perfección de su arte, al revés justamente de lo que ocurre con los artistas reputados, que tienden a la repetición vulgar para mantener el fervor del favor ya conquistado. Los narradores nunca repiten la misma biografía, aunque muchas de ellas se parezcan hasta casi confundirse, pero la improviografía –que así la podríamos clasificar, con la v transgresora y normativa a un tiempo– es el privilegiado espacio de los matices definidores, singularizadores, y si ínfimos, de mayor mérito. El rizo rizado de las improviografías es hacerlas de quienes, acaso en alguna de esas sillas solitarias de las plazas, desde las que es imposible acceder a este nuevo arte que descubro, se dedica a lo mismo, en un ejercicio narcisista, con los transeúntes de quienes los metaimproviógrafos han distraído la atención, si bien ahí se mezclan ingredientes como la rivalidad, los celos y otros que modifican el género hasta casi alterarlo radicalmente. Quienes quieran iniciarse en la audición de este género forzosamente han de compartir el mismo banco con el narrador y mantener un consistente aire de distracción, para el que hojear el periódico, pero lentamente, de modo que el artista perciba ese lento paso de las páginas como una invitación, es un recurso comúnmente aceptado. Es absolutamente irrespetuoso atreverse a ir más allá de las normales muestras de asentimiento, que han de hacerse con delicada cortesía. Contraproducente al máximo es interrumpir al artista con una petición de aclaración o de repetición de algún pasaje o detalle. Hemos de sufrir en silencio nuestros despistes o nuestra falta de atención y mejorar la capacidad de concentración en el hilo, ¡tan pasajero, ay!, del relato. ¿Cuál es el detonante de una improviografía? ¡Ah, ése es el gran misterio de la creatividad de los veteranos artistas! No todas las persona que pasan por delante del improviografiador son capaces de suscitar la dinámica narrativa, e incluso bien puede decirse de muchas de ellas que antes la sofocan que la encienden. Hay personas que llevan escritas sus biografías en el gesto, el andar, el modo de gesticular al hablar por el móvil, el modo de vestir e incluso en la manera de llevar bultos. Son anodinas para nuestros artistas. Otras, sin embargo, revelan en un detalle insólito, y que sólo el artista experto sabe captar, la existencia de un misterio atractivo que les empuja con inexplicable fuerza a iniciar la improviografía, siempre y cuando halle a su lado un destinatario, por supuesto. Pueden decírselas para sí, en silencio, y en cierta forma debe de formar parte de su aprendizaje, pero la manifestación plena de esta arte sólo se produce cuando el poder evocador de la palabra se sonoriza. No es lo mismo leer un resumen-recuerdo de una improviografía que oírla íntegra en directo, pero en atención a los amables lectores de estas observaciones de la vida cotidiana, traeré en la próxima entrega un pálido reflejo de la práctica de este nuevo arte.
Fuentes o testigos vivos de la historia, que se dice, y bien podría ser el caso, y te ruego que me disculpes por traer a mi terreno el protagonismo de tu artículo. Jajaja, maese Pérez, no pudo evitar sonreír al rememorar, al hilo de tus palabras, las suyas, las de esos abuelos ya cansados, muchas veces abrumados por la vida que les pesa... Y no puedo evitar, tampoco, ser, de manera natural, destinatario de sus pasiones, acaso por ese algo que señalas y que no todos parecen tener, pues es muy frecuente, cuando coincido con los mayores en autobuses, salas de espera, colas de espera, bancos esperando y demás lugares propicios, que comiencen a soltarse apenas pasados unos segundos de cortesía. Y en eso no influye si voy solo o con mi parte femenina, que también debe de emanar esas feromonas que desatan la locuacidad, digo yo.
ResponderEliminarUn abrazo
Si la ficción es el terreno de la Historia, entonces estamos de acuerdo. Y sí, sin duda hay quienes tenemos más cara de tímpano que otros, aunque tengamos escaso el pabellón auditivo.
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