La sede de la soberanía popular vista con los ojos críticos de un maestro del estilo: Azorín o la mejor tradición de la muy española picaresca...
4 de febrero de 1906
Cuando
penetramos en el recinto del templo de las leyes, lo primero que llama nuestra
atención es la alfombra que pisan nuestros pies; a juzgar por esta alfombra no
sabemos si nos hallamos en un edificio donde se alberga una de las más altas
instituciones españolas, o en un viejo casino de provincias, donde el
gobernador hace tiempo que no deja jugar. Nada más sucio, más lleno de polvo,
más raído que esta alfombra. Y si tendemos nuestra vista por los parajes
inmediatos a las puertas por donde se penetra en el salón de sesiones, entonces
es posible, es seguro que sintamos la más viva vergüenza. Pero no nos
avergoncemos tan aína; todavía nos queda algo que andar en la jornada de hoy.
Acaso estando aquí, en la Cámara popular, se nos ocurra escribir una carta;
nos dirigimos al escritorio. Si somo diputados, un ujier nos proporcionará
papel con e membrete de nuestro distrito. Si no representamos a ningún pedazo
de nuestra España, entonces nos acercaremos discretamente a este ujier, le
pediremos papel en que escribir, y él, después de mirarnos atentamente, de
arriba abajo, nos entregará con mucha lentitud, y como quien nos hace un gran
favor, uno o a la sumo dos plieguecillos de cartas. El papel de estos plieguecillos
es bastante inferior; pero podemos darnos por satisfechos, por muy satisfechos,
si, al fin, lo hemos logrado.
Y ya
hemos escrito nuestras cartas. ¿No podrá darse el caso, ahora, de que nosotros,
aquí, en el Congreso, sintamos una necesidad inaplazable? Es posible; en este
caso, nos encaminamos sin pérdida de momento en busca de una de las camarillas
excusadas. Diremos, ante todo, que en el Congreso estas camarillas están
situadas en dos departamentos; las tales camarillas tienen, es cierto, un a
modo de respiradero o tapa de cristal en el techo; pero estos respiraderos
están todos comprendidos bajo el techo común del departamento, y este
departamento no tiene más aireación y ventilación que la que puede prestarle el
pasillo que circunda la Cámara, y donde los diputados se reúnen.
Y
dicho se está que hay días en que, desde el momento en que se penetra en el
edificio, se tiene la prueba patente -que el olfato nos proporciona- de esta insoportable
y absurda falta de aireación. Y debemos añadir, aunque corramos el riesgo de
que no se nos crea, que, para agravar tamaño atentado contra la higiene, hay
muchos señores (no sabemos si diputados o no) que se olvidan de tirar de una
sutil cadena que existe en tales camarillas, y que no son pocos los días en que
en los tan repetidos lugares es absoluta la falta de la indispensable agua
corriente. Y sigamos con nuestras aventuras. Cuando hemos salido de los dichos
departamentos, nos dirigimos, como es natural, en busca de un lavabo. Mas
lavarse las manos es una empresa de las más arduas en el Congreso. Existen en
la Cámara popular unos lavabos; pero estos lavabos están reservados
exclusivamente a los diputados. Y como es mucha la gente que concurre al
Congreso y que no representa al país, resulta que estos concurrentes a la
Cámara popular se ven en el trance de no poder lavarse las manos; y resulta
también que, como los sindicados lavabos están lejos de las camarillas, los
diputados que salgan de estas para dirigirse a aquellos tienen que recorrer un
gran trecho de camino, y se ven expuestos al riesgo de encontrarse en su
carrera a amigos y conocidos que les tienen la mano con objeto de saludarlos.
¿Qué
es lo que en esa situación deben hacer los diputados? Que conteste cada cual
como quiera a esta pregunta. Nosotros, en honor de la verdad, hemos de
consignar que en uno de los departamentos citados existe una diminuta
palangana. Nuestra alegría al descubrirla ha sido inmensa. Pero pronto hemos
comprobado que el hilo de agua que arroja el grifo situado sobre ella es tan
sutil que hemos tenido que esperar para llenarla dos o tres minutos; hemos
visto después que el jabón que se hallaba a su lado era un fragmento tan
microscópico, que apenas podíamos cogerlo, y nos hemos dado cuenta, finalmente,
de que la hazaleja o toalla en que nos enjugábamos las manos, mas que a blanco,
tiraba a gris o a negro. Y tenga en cuenta el lector que esta hazaleja y este
jabón podrá encontrarlos los días en que hay sesión en la Cámara, pro no en
aquellos festivos o en que la Asamblea no trabaja, puesto que, en ellos, jabón
y toalla son cuidadosamente, celosamente, guardados.
¿Diremos
que lo mismo pasa con la calefacción, es decir, que En el Congreso no hace frío oficialmente
más que cuando los diputados deliberan? ¿Hablaremos ahora de la luz, o sea del esfuerzo
gigantesco, enorme, que se hace para no iluminar la Cámara sino cuando ya las
tinieblas impiden que nos veamos unos a otros las caras? Clásico se ha hecho en
el salón de sesiones el grito de: «¡Luz, luz!» ¿Apuntaremos también, pasando a
otro asunto, la falta de escupideras que se nota en algunos parajes de la casa?
Una tan solo hemos visto en lugar tan frecuentado como el pasillo circular. Y
aprovechamos la ocasión para dejar sentada la costumbre genera que hemos
observado en el Congreso de escupir en la alfombra. Y después de esto tendríamos
que hablar del servicio deficientísimo del cafetín o cantina; de la tosquedad
de los vasos en que se sirve el agua (más propios de una tabernilla que del
templo de las leyes); del estado lamentable del moblaje; de la falta de lavabos
y departamentos particulares para las señoras que asisten a las tribunas; de la
lenidad lamentable en conceder pases de entrada en la Cámara, etc., etc.
Nos
contentamos con lo apuntado. ¿Qué idea formarán de la nación española un
inglés, un alemán, un francés, un norteamericano, que vengan a España y visiten
este edificio en que e alberga uno de los más altos poderes del Estado? La casa
es el dato más seguro para juzgar al morador; por los minúsculos detalles de la
vida diaria y prosaica, podemos colegir los gustos, las inclinaciones el estado
de civilización, la sicología, en fin, de un pueblo. Un millón doscientas
veinte mil ochocientas pesetas tenemos entendido que cuesta el entretenimiento
anual del Congreso. Ellos bastan para lograr un poco de comodidad y de
limpieza.
Ayer no aconteció nada en la Cámara: hemos querido aprovechar esta tregua para hacer
las expresadas observaciones.
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