Un artículo político. Una necesidad nacional.
Hace tiempo
escribí un panfleto, La España vulgar, en el que quería, por vía
indirecta, elogiar la España contraria, esto es, la España sensata,
trabajadora, creativa, solidaria y ajena a las memeces de la corrección
política que amenaza con convertirnos a todos en súbditos, a nuestro pesar, de
un poder dictatorial que imponga las sandeces y los desvaríos de unas minorías
dispuestas a comprar el voto con los dineros públicos en forma de ayudas
directas no al desarrollo y a la
iniciativa creadora individual, sino a la sumisión y a la pigricia. Tenía
previsto escribir otro que se titulase La España ilustrada, a modo de
réplica al publicado, pero otros menesteres me han distraído de ello, de ahí
que, con este artículo para Ataraxia Magazine, quiera remediar en parte mi
propia incuria.
Estamos
inmersos en una situación política que, de un día para otro, a la que se llegue
al desafío de la desobediencia como acto político, puede degradar tanto nuestra
democracia, que los deletéreos efectos de la «moción destructiva» van a ser
juego de niños, si comparados con todos esos disparates de las nuevas
ideologías excluyentes que se empeñan en polarizar todo lo polarizable, no
dejando ni un centímetro cuadrado de terreno para establecer un espacio de
acuerdo que nos permita, desde el respeto exigible a las posiciones legitimas y
constitucionales de cada cual, llegar a acuerdos.
La convivencia, pues, es lo que está
amenazado, no las conquistas sociales de tantos años de democracia, el más
largo periodo de estabilidad democrática y progreso que ha tenido jamás en su
Historia nuestro país. Corremos el riesgo, por lo tanto, de echar por tierra
este brillante legado y volver a enfrascarnos en una dialéctica de rechazos,
exclusiones y exorcismos que no permita ni siquiera compartir los mismos
significados de las mismas palabras que han servido a no pocas generaciones,
antes de la presente, para entenderse y salvar, mediante el consenso,
situaciones tan imprevisibles como el fin de la dictadura de Franco, por
ejemplo o el paso de una economía autocrática a una economía libre, homologable
con la de nuestro ámbito continental.
Ahora mismo,
ya, incluso echar las cuentas de la enorme responsabilidad que en el actual
estado de cosas ha tenido la ambición personal de un líder como Pedro Sánchez,
que ha antepuesto la obtención del Poder, con esa mayúscula con que él suele
ostentarlo, al establecimiento de un programa de gobierno que «responda» a las
necesidades de «todos» los ciudadanos, independientemente de a quiénes hayan
votado, se vuelve algo absurdo o
despreciable: estamos al borde del abismo, y es el abismo, como sostenía
Nietzsche, el que nos está mirando a nosotros, y revelándonos el horror de una
parálisis, alimentada por esa soberbia de la gobernación, al margen de los
medios con que se ejerce, que no son otros que la semilla aciaga de la
discordia.
Hay, sí, como entre las tres Gracias, un
despreciable concurso de belleza electoral, y la manzana de Eris no nos va a
traer nada que no sea el equivalente de la Guerra de Troya, porque aquí no nos
cuesta dividirnos entre los tirios y los troyanos del dicho para armar la
marimorena y perder cuanto la Transición del 78, un ejemplo de tolerancia,
consiguió para todos los españoles, en términos de paz y prosperidad, ahora
seriamente amenazadas. Da igual si las mentiras continuas de un líder sin
carisma, la soberbia encarnación de la mediocridad pequeñoburguesa disfrazada
de radical de izquierdas, nos ha traído hasta este borde abismático. De lo que
se trata, y con cierta urgencia, es de apartarnos de él, de dar seguros pasos
hacia atrás que nos permitan recomponer lo más parecido a una situación
política que no esté alimentando de forma constante el enfrentamiento, porque
no son los partidos quienes pierden estos o aquellos votos, sino el propio
sistema en su conjunto, con el hastío de los votantes que reniegan de una
democracia que, como se ha visto en la pandemia, nos ha traído diecisiete carísimas
superestructuras de poder incapaces de coordinar una línea de actuación clara e
indiscutible -desde el punto de vista científico-; diecisiete autonomías que
solo nos han demostrado el altísimo grado de ineficacia administrativa a que se
puede llegar en un país tan relativamente pequeño como el nuestro y tan lleno
de soberbias nacionalistas infumables, xenófobas y autoritarias.
Hemos de
procurar reconducir la situación hacia la consecución de una «España templada»
que evite la visceralidad, el insulto, la demasiado extendida argumentación ad
hominem y, sobre todo, que no trate de imponer un discurso ideológico como
verdad «establecida» e irrefragable, porque creerse en posesión de la verdad
histórica no supone sino alimentar con munición muy sensible una batalla que no
se ha de dirimir con leyes en el BOE, sino con debates en la sociedad que, a
través de la racionalidad, consiga ir creando lo que todos entendemos como un
consenso colectivo de mínimos sobre nuestra propia Historia, sobre nuestras
tradiciones, costumbres e incluso sobre nuestra lengua, porque, de no hacerlo,
va a llegar un momento en que los usos lingüísticos se habrán distanciado tanto
que se nos va a convertir el español, en España, en dos lenguas extrañas la una
a la otra, a fuerza de pelearnos para establecer la primacía de un sentido u
otro de los conceptos habituales con que solemos polemizar, discutir o
agredirnos, que de todo hacemos.
Ahora mismo la
agitación y la propaganda han sustituido el sereno reflexionar y la serena
exposición de ideas sobre nosotros y nuestra realidad que nos permitan afrontar
la seria situación en que nos está dejando la pandemia, a pesar de las ayudas
que la UE pueda haber arbitrado para ayudar a todos los países. Al margen de
esas ayudas, está claro que nuestra situación económica debería de haber
promovido una suerte de Pactos de la Moncloa que el actual gobierno ha sido
incapaz de convocar y alentar para favorecer ese acuerdo «de mínimos» que
permitiera a todas las fuerzas políticas sentirse corresponsables y
copartícipes. Si la responsabilidad de todos nuestros males, desde el lado de
la soberbia, se han materializado en la construcción de un relato de la «vuelta
del fascismo», ¡hasta con si ridículo y correspondiente «¡No pasarán!», que ya
caracterizara Marx en el 18 Brumario!, y de la parte adversa se ha cometido la
osadía de achacar a la responsabilidad del archiincompetente Gobierno de coalición la
responsabilidad de todas y cada una de las muertes de la pandemia, qué duda
cabe de que se han zanjado, apuntalado y entarimado, las trincheras desde las que va a hablar la irracionalidad del fuego a discreción en vez del análisis sosegado,
matizado y racional que requiere nuestra actual situación. Templemos
(acepciones 1,2,5 y, metafóricamente, 7 y 15) nuestros necios ardores
heteróclitos, destemplemos los tambores apocalípticos y, más allá de las
concepciones cada vez más divergentes sobre lo que ha de ser España, busquemos
el clásico denominador común que una, al menos, a la gran mayoría de ese 80% de
españoles que quiere seguir siéndolo, con el preceptivo respeto a las minorías
que acepten, dentro del marco legal de nuestra Constitución, y sin intentar
violarlo, su condición de tales y, por supuesto, su legitimidad para aspirar o
a formar parte de esa amplísima mayoría, sumándose, o a sustituirla,
legalmente, por otra.
Entiéndaseme,
no intento simplemente loar las virtudes de un pactismo a ultranza que salve
las discrepancias y los conflictos que han de ser, en democracia, el pan
nuestro de cada día. Abogo, en todo caso, por desistir del emponzoñamiento
deliberado y consciente de la convivencia como arma de acción política, Tenemos
una larguísima historia de guerras civiles, de desencuentros, de enfrentamientos,
de descalificaciones, de insultos, de amenazas, de venganzas por todos los medios
imaginables…; pero a ello quiso poner fin la Constitución del 78, a la que
apelo -incluidas las reformas imprescindibles que han de tener el aval del
consenso mayoritario- para que detengamos el más que peligroso deslizamiento,
sobre todo desde las diferentes instancias de gobierno, municipal, autonómico y
central, hacia un clima irrespirable que propicie lo que espero que solo desee
una minoría, aunque, ¡por primera vez desde el 78!, esas minorías estén incomprensiblemente
ejerciendo el poder desde los más altos puestos del Gobierno de la nación.
La invasión de
las redes públicas por la agitación y propaganda política, mezclando de un modo
muy desafortunado los niveles de reflexión y aun de expresión con las comprensiblemente
humanas expansiones individuales de quienes no tienen acceso al poder
ejecutivo, lo único que ha hecho ha sido crear una confusión un matalotaje que
no ha llevado a la «elevación» intelectual de quienes *exabruptean o embisten,
a falta de armas con las que razonar, sino al pandemonio actual en el que, para
gritar más alto -en vez de hablar más sensato, con el riesgo de pasar
desapercibido-, la política -los políticos, principalmente- se ha hundido en la
ciénaga deletérea de la visceralidad y la bronca.
Y en esas estamos.
¡Ojalá se esté preparando ya, para las próximas elecciones, tanto en Cataluña
como en España, la verdadera «España templada» que nos devuelva la dignidad de
ciudadanos educados, respetuosos, tolerantes, cultos, libres e iguales en los
derechos y en los deberes! ¿Quién es capaz de no apuntarse a ella?
Los políticos son la peste, nos enfrentan y dislocan dramáticamente. Y las redes sociales son el mayor tóxico de la democracia donde cualquiera puede verter su odio y resentimiento. La guerra civil fue causada no por el pueblo español sino por sus políticos maximalistas que buscaban utopías delirantes o imitativas. Ahora tu manifiesto a favor de la tolerancia es como una tenue melodía frente al restallido de las trompetas de Wagner que nos llevan a la confrontación. No digo que sea inútil pero casi.
ResponderEliminarMe he dejado llevar por el idealismo de quienes claman solos en el desierto y, a veces, por arte birlibirloque, como el famoso aleteo de las mariposas, provocan un terremoto benigno...
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