El tormento sin éxtasis de los pins, las claves y las contraseñas
Si un miembro de la generación del 27 que orinaba de joven en los muros del edificio de la Real Academia de la Lengua, de la que luego fue su Director, tituló uno de sus libros Del siglo de oro a este siglo de siglas, bien pudiera cualquier erudito titular otro como La clave de este siglo de claves, más pins y contraseñas, porque nada caracteriza nuestra cotidianidad tanto como el comercio abusivo e infernal que mantenemos con las puñeteras claves, como si viviéramos en una eterna guerra fría que nos obligara a codificarlo todo. Claves para todo: para el DNI electrónico, para operar con nuestro banco en la red, para acceder al ordenador, para el teléfono móvil, para los organismos oficiales, para las empresas de gas, agua y electricidad, para acceder a casi cada página web, para… ¡Es inhumano, se mire como se mire y se cifre como se cifre!, porque las posibilidades de combinación no son infinitas y, por otro lado, sé de buena tinta que la mayoría de los usuarios suele recurrir a lo que todos los ladrones de tarjetas para operar en cajeros automáticos conocen: año de nacimiento, carnet de identidad, años de nacimiento de los hijos, si los hubiere, fechas de boda, etc. Las situaciones en que podemos vernos por el olvido de algunas de esas claves roza en algunos casos la tragicomedia, como me ocurrió en Tenerife, donde olvidé, después de un primer fallo, las claves de las dos tarjetas bancarias, lo que me dejó tirado en plenas vacaciones, al no poder retirar efectivo de ningún cajero. Claro que hay seres previsores, y yo lo soy, que tienen la precaución de apuntar en algún lado, a mano, esas puertas al disfrute de lo propio, de lo honestamente ganado, pero de nuevo el problema se riza lo suyo, porque para evitar la transparencia, ha de apuntarse la clave cifrada, lo que supone, en última instancia una complicación añadida si uno ha olvidado qué diablos se inventó para camuflar esos números salvadores. En mi caso, que ya no lo uso y por eso lo cuento, se me ocurrió camuflarlos en teléfonos inventados. Por no ejemplo, porque no se puede ser tan obvio: Alberto Caja, y a continuación un teléfono con los cuatro números de la clave en él metidos. Descifrar la clave para encontrar la otra clave suele ser, a veces, un trabajo sisífico, y en algunas ocasiones directamente imposible. Nos ponemos zancadillas continuamente y acabaremos mandando tantos avances de seguridad a hacer puñetas. No digo yo que volvamos al ladrillo bajo el cual escondamos los euros, pero todo se andará, o casi. Es muy probable que entre el ocio y el negocio juntemos no menos de veinte o veinticinco claves. ¿Es humano llevar la cuenta de tanto candado? ¿No nos hemos hecho prisioneros de nosotros mismos? Las claves nos han clavado en el fieltro donde los naturalistas clavan las bellas mariposas –en griego, psique–, porque nos vuelven locos y nos dejan en el sitio, esperando la inspiración de Hermes todopoderoso, Trismegisto, tres veces imponente, que nos abra la puerta de nuestro contento o de nuestra desolación, que de todo hay en esos enclaves de nuestra biografía.
En clave de clave, Juan, te diré que suelo usar una única, que sistemáticamente repito en cuantos accesos se requiere. Y, si acaso no me lo permite porque exige ciertas y rebuscadas combinaciones de mayúsculas, dígitos o signos, aplico una variante conocida, que me traiga a la memoria fácilmente después. Con todo, hace poco bloqueé el DNI digital al fallar los tres intentos de cortesía, de modo que me vi en la obligación de peregrinar hasta la oficina correspondiente para actualizarla. Sí que es de locos, sí, ¿dónde estará la clave?
ResponderEliminarUn abrazo
A eso iba, Javier, no hay nemotecnia capaz de luchar contra esa selva frondosa de claves entre las que, al menos yo, me pierdo con pasmosa facilidad. ¡Mil veces más prefiero las florestas de las novelas de caballería donde sucedía lo extraordinario como lo más corriente!
ResponderEliminarLa clave, como llave que es, está donde el matarile rile ron, chin pon, sin duda...