viernes, 15 de julio de 2016
Conducir es un placer descriptible... o ansí.
Del panóptico al misticismo en el volante del karma...
De las ocho acepciones de la palabra conducir, me quedo con la quinta, "guiar un vehículo automóvil", que no es, ni con mucho, la más usada, porque las ensoñaciones políticas o emprendedoras de buena parte de la población se quedan con la cuarta, "guiar o dirigir un negocio o la actuación de una colectividad", dado que los delirios de grandeza forman parte del paisaje cotidiano y encuentran en esa acepción lo más parecido a un consuelo ante la imposibilidad real de pasar de la acepción a la realidad, salvo en el caso de muy pocas personas con auténtico "mando en plaza", a las que, por lo general, sufrimos con escaso entusiasmo, creciente desconfianza y nula fe. Allá, pues, quienes cifren el engaño de su desengaño en ser gerifaltes de antaño, próceres de envarado ademán y verbo flamígero, moiseses de patrias escogidas o, en su versión más arraigada, alcalde pedáneo de cuatro casas arrejuntás, porque yo me queda con el discreto pero exigente gobierno de mi automóvil, en el que no caben ni despistes ni alardes ni piques irracionales ni transgresiones del código que nos ordena, no siempre congruentemente, la actividad.
Se conduce por profesión, por necesidad o por vocación. Yo lo hago por lo último, jamás me cansa conducir, y hasta hace bien poco, era el único auriga de la unidad familiar de destino en lo plural, lo que implicaba tiradas tan largas como volver de Roma a Barcelona de una tacada, por ejemplo. O de Lisboa a Castellón. O de Barcelona a Amsterdam... Por simple que sea el mecanismo de la conducción de un vehículo, y por repetidos que puedan ser los paisajes que se frecuentan en esa dedicación placentera, hay algo de discreto misticismo en el complejo mindfulness con que se ha de realizar, porque se establece una suerte de conexión entre la percepción interior y la percepción exterior en el acto de conducir: tan atentos al propio estado, a las propias manifestaciones del cuerpo y de la mente, como embelesado en la contemplación a veces detallista, a veces panorámica, de los lugares por los que conducimos, como lo que somos, un mal endémico de la naturaleza.
Gobernar el coche exige escasa dedicación física, pero una total concentración psíquica, y cualquier conductor sabe que el principal enemigo de la conducción segura no es ni el alcohol, ni las drogas ni la enfermedad mental (con ser amenazas de primer orden) sino la distracción, siendo el adormilamiento la peor manifestación de ella. De hecho, quedarse dormido al volante, siquiera sea por nanosegundos, casi siempre deletéreos, revela la incongruencia de la definición académica de adormitarse: "dormirse a medias". ¿A medias? ¿Puede uno "dormirse a medias"? ¿Con un ojo abierto y el otro cerrado...? Si "fútbol es fútbol", según el viejo y archiconocido teorema de Boskov, si se esta dormido se está dormido y no admite, "dormirse", ni el "a medias" ni "entre sí y no" ni "entre dos luces" ni nada semejante. Lo único seguro que admite es el ir de Guatemala a Guatepeor, eso sí. Quienes hayan estado al borde del accidente, previsiblemente mortal, por una "cabezadita" irresponsable al volante sabrán de qué hablo. Teniendo claramente identificado, así pues, el peor enemigo del conductor, resulta obvio que no hay mejor solución para combatir ese estado del "adormitarse" que parar, cerrar los ojos un cuarto de hora, hacer después veinte flexiones abdominales, estiramientos de las piernas y los brazos, darse un buen lingotazo de agua fresca y después continuar camino.
Conducir tiene, en ese estado de levitación móvil en que nos sitúa el diseño de la máquina, muchas recompensas, sobre todo si el conductor sabe escoger la música adecuada para cada trayecto, desde Billie Holyday hasta Wagner, pasando por Camarón, Miguel de Molina, Jero Romero, los Beatles, Tam Tam Go o Dietrich Fisher Diskau... La profunda relajación que se alcanza yendo por la estrechita vereda del carril más lento sin sobrepasar los 100 km/h en ningún momento, gracias al regulador de velocidad, salvo en el caso de correr el riesgo de chocar contra un tráiler contundente, un vehículo especial o un conductor zen..., obra maravillas en el estado de ánimo, en la inventiva y aun en la estimativa.
Cuando se conduce un vehículo familiar en el que, sobre el espejo retrovisor cuelga un letrero que dice: "Prohibido distraer a la copilota durmiente", se entenderá ese proceso místico que lleva al conductor de uno a uno mismo sin perder de vista ni a los demás ni al medio ni lo que tiene por delante ni lo que le viene por detrás, en una suerte de insólita reinvención del panóptico de Bentham... Con todo, conducir es una actividad que, cuando la copilota o el copiloto de turno despiertan, y se relaja la prohibición, induce al fecundo cruce de confidencias y de reflexiones de carácter existencial. Conducir, en esos momentos, se parece mucho al quedarse en blanco en el curso de una lectura, suspendida la intelección y engolfada la imaginación en sus extravagantes territorios. Hablo, como habrán advertido fácilmente los conductores, de la conducción por autopista o autovía. Cuando se pasa a carreteras secundarias, porque ya hasta las antiguas "nacionales" lo son, se gana mucho en primitivismo paisajístico, sin duda, pero ciertos estados del firme y el trazado de algunas de esas trochas, que tal denominación admiten, hasta escalofríos es capaz de meter en el cuerpo del auriga en ciertos lugares, como en las enrevesadas cuestas del sur de Tenerife, por ejemplo..., o en el intestinal trazado de la comarcal entre Vic y Berga, por Prats de Lluçanès, 60 km en la que la recta más larga no pasa de los 200 metros... carretera por la que circulé bajo una nevada que no me permitió pasar de los 10 km/h... Las anécdotas de la conducción suelen competir en las reuniones masculinas de veteranos con las de la mili, y no siempre llevan las de perder. Y como no conviene degenerar en anecdotista, aquí me meto en el área de descanso, piso el freno, levanto el de mano y hago el mutis del incurso en el poético pie quebrado.
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Yo evité tener coche hasta que nació mi segunda hija hace dieciséis años. Me he pasado la mayor parte de mi vida sin él. No me gusta conduucir aunque he de hacerlo con frecuencia. Si puedo evitarlo lo hago. La fortuna ha evitado el desastre en noches eternas en que me invadía la somnolencia. No sé cómo nos salvamos. Por eso y otras cosas, creo en los ángeles de la guarda. Yo debo tener uno. Me gusta el papel de copiloto.
ResponderEliminarSi tienes tendencia a la somnolencia no me extraña..., que te guste el papel de copiloto... Cuando viajamos con mi hijo, que ahora ya conduce, me encanta ir detrás y leyendo, que es otra manera de ver otros paisajes... No me atrae tanto, de conducir, el "estar al mando" del vehículo, cuanto el "dejarme llevar" mediante el minimalismo de los gestos ritualizados.
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