lunes, 8 de enero de 2018
Participación ciudadana o K ante el Castillo (de naipes) de la política española...
Justificación a posteriori a las apostillas o la última sobre el ejercicio de la crítica y la acción política extrapartidaria.
Diversas deberían ser las vías mediante las cuales los ciudadanos pudiéramos participar en la política sin tener que pasar por las horcas caudinas de la afiliación militante o los estrechos cauces partitocráticos de participación. Podemos intentó una variación asamblearia a través de sus famosos círculos, hoy tan oxidados que ni con un jeringazo de oxitocina serían capaces de alumbrar alguna idea política transformadora de la realidad. El activismo en las redes sociales se ha descubierto como una vía apropiada para lograr una influencia política que a través de los cauces establecidos cotaba mucho conseguir. Otra sería la que intenté a través de esas apostillas dirigidas a un líder de un gran partido para tratar, ingenuamente, ¡ay!, de influir en la acción política. Si una lección puede extraerse del ímprobo esfuerzo -ya se ha visto que inútil, pero en modo alguno ciego- que supuso en su momento la redacción de esas apostillas, ello es que las jerarquías de los partidos suelen estar ciegas y sordas ante análisis que, incluso viniendo de personas afines a sus ideologías, suelen desnudar sus carencias, mostrar sus limitaciones y, en resumidas cuentas, inhabilitar un proyecto que se revela, a todas luces -menos a las de esos dirigentes- inviable. La política no es ciencia exacta. De ahí la facilidad con que todos aventuramos teoremas, hipótesis, definiciones y predicciones con una facilidad casi ofensiva para el sentido común. Es difícil, pues, discernir el famoso grano de la paja. Otra cosa es que, como sucede con esas apostillas, escritas hace tantos años, la realidad presente confirme las más que sólidas intuiciones que entonces vertí en ellas. Pero no escribo estas líneas para reivindicar mi buena visión política, sino para denunciar ese telón de fibra de vidrio que aísla a los dirigentes de los partidos de sus votantes o de los ciudadanos en general, y que impide que a aquellos les llegue la genuina expresión de una visión política formada en la base, en las raíces de la realidad. Castilla del Pino fue el gran teórico de la incomunicación, y su libro uno de los primeros best-sellers de la literatura psi en nuestro país. Pues bien, si algo ha quedado claro tras la publicación de esas apostillas que no conocieron más destino que el tristemente oscuro de la papelera de reciclaje, dicho de otro modo, que sigue habiendo una incomunicación radical entre las bases y las jerarquías políticas, por más que recientes neopopulismos apelen a las bases como estrategia de consecución del poder para después ejercerlo al modo más tradicional del mundo, esto es, de espaldas a esas bases, como el ejemplo de Vistalegre II ha demostrado respecto de Vistalegre I, en el campo de Podemos, por ejemplo; o como la reconquista del poder en el PSOE por parte de un podemizado (en las formas) Pedro Sánchez. Reconozco que las vías tradicionales -militancia, vida de agrupación, etc.- son útiles y necesarias, pero cuando las circunstancias individuales no permiten participar a través de ellas, los ciudadanos -al estilo de las oficinas abiertas a los votantes de los diputados de distrito británicos- deberíamos poder hacer llegar nuestros análisis políticos a las cúpulas y, si ellos lo merecen, esperar una respuesta que nos confirme la validez de esa participación. Ojo, no hablo de "quejas" ni de "peticiones" ni de nada por el estilo, sino de legítimas reflexiones sobre los problemas del partido para su incardinación social o de cómo mejorar la acción política tomando como base un análisis lo más objetivo posible de la realidad, al margen de los prejuicios ideológicos o de casta. En fin, mirando hacia atrás sin ira, no dejo de sentir una cierta melancolía por el esfuerzo hecho, mayor, sin embargo, por el tiempo perdido por la organización social que se presentaba como el reflejo de "la verdadera Cataluña" y ha quedado reducida a una imagen borrosa y desorientada, desnortada y más propensa a la autoextinción que a la resurrección como la fuerza que, en tiempos menos complejos, todo se ha de decir, llegó a ser. Los tiempos cambian. Y el inmovilismo se paga. Mucho más en política. Ninguna fuerza política parece tener presente el axioma bursátil: rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras. Y eso he querido demostrar con mis apostillas. De su lectura no sé si se llega a entrever algo parecido a lo que podríamos denominar, si la pomposidad no lo impidiera, un "pensamiento político", pero sí, en todo caso, una legítima y acezante preocupación por la buena marcha de la cosa pública.
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