Vidas muy relativamente paralelas o coincidencias de largo aliento...
Confieso que aún no he leído ningún texto literario de Murakami, pero acabo de leer un librito suyo sobre una materia que domino desde hace años: la carrera de fondo y la competición de maratón. Sí he visto adaptaciones cinematográficas de sus obras: Burning, de Lee Chang-Dong; Drive my car, de Ryûsuke Hamaguchi y Tokio Blues, de Trần Anh Hùng. El librito me lo regalaron mis sobrinos Alberto y Ruth, pero hasta ahora no había encontrado el hueco para leerlo, en parte porque, por exceso de intuición que me pierde, «sabía» que no me iba a decir nada nuevo, como así ha sido, en efecto. Con todo, me lo he pasado bien y por eso quiero recomendarlo tanto a corredores como a escritores y, sobre todo, a quienes reúnan ambas condiciones. Escribir y correr son, siempre lo he tenido claro, carreras de larga distancia, sobre todo lo segundo. Ser ha de tener una excelente forma física para sobrevivir a ambos retos. Murakami, en su librito de encargo, escrito un poco a salto de mata, hace honor a ambos, porque sabe que, como dice el viejo dicho: Pain in inevitable. Suffering is optional.
«Correr te forja», nos viene a decir Murakami —razones para seguir corriendo no hay más que unas pocas, pero si es para dejarlo, hay para llenar un tráiler—, e incluso llega mucho más allá, porque como inevitablemente mezcla su vida literaria con su vida corredora, nos dice que en mi caso, la mayoría de lo que sé sobre la escritura lo he ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana. De un modo natural, física y práctico. Y su manera de entender ambas dedicaciones es idéntica porque, como ha afirmado desde el comienzo: En la profesión de novelista (al menos para mí) no hay victorias ni derrotas. Paralelamente, sabe que en la práctica deportiva, a pesar de que él se considere un corredor «corriente y moliente», incluso mediocre, del montón, lo importante es ir superándose, aunque solo sea un poco, con respecto al día anterior. Porque si hay un contrincante al que debes vencer en una carrera de larga distancia, ese no es otro que el tú de ayer.
Murakami empezó a correr a los 33 —yo empecé a los cuarenta y dos para que coincidiera mi edad con la distancia que había de recorrer— y llegó a su apogeo a los cuarenta y cinco —yo llegué a los cincuenta y uno, cuando, a mucha distancia de Murakami, acabé el maratón en tres horas y nueve minutos, mientras que él anduvo siempre en torno a las tres horas y treinta minutos; pero cuando el 2004 intenté el inevitable asalto a las tres horas, y estaba a punto de caramelo para conseguirlo, se cruzó el atentado del 11 de marzo y en el entrenamiento de ese aciago día me lesioné seriamente en el gemelo y, aunque corrí lesionado el maratón, lo acabé, cojo, en 3’38”, ¡qué tiempos y heroicidades!—. Él suele correr oyendo música, de rock y a veces jazz, y entre sus grupos preferidos están Red Hot Chilli Peppers, Beck o Credence Clearwater Revival, entre otros. Yo suelo correr a solas con mi cuerpo, oyendo sus muchas reacciones y evaluando constantemente la respiración, los avisos de sobrecarga y todos esos mecanismos que nos permiten correr con una u otra intensidad y aprovechamiento. En lo que sí coincidimos ambos es en no pensar más que en correr, aunque no es extraña que durante la carrera tengamos muchas reflexiones de carácter literario sobre lo que estemos escribiendo u otras consideraciones intempestivas que nos apartan de la concentración que la carrera exige. El esfuerzo de la competición, sin embargo, no admite más devaneo mental que estar atento a las reacciones propias del cuerpo, como cuando él corrió de Atenas a Maratón sin haber caído en la cuenta de lo que significaba una hazaña así en el verano ateniense, cuando, como él señala aquí lo de sudar la gota gorda no existe, pues el sudor desaparece mucho antes de que le dé tiempo a formar una gota. […] Por fin llego a la meta. No siento de ningún modo la satisfacción de haber logrado nada. Lo único que hay en mi cabeza es la sensación de alivio por no tener que correr mas. […] Con tanta sal, parezco una salina humana. Con todo ese sufrimiento, hizo un magnífico tiempo, 3’51”, del que puede sentirse orgulloso.
La personalidad del corredor de fondo se ajusta perfectamente a la idea de sí que tiene Murakami, porque su individualismo y su querencia por la soledad y el silencio lo hacen absolutamente compatible con una dedicación que se ha de practicar, aunque no necesariamente, en soledad, como a él y a mí nos gusta hacerlo: correr solo y a solas contigo mismo es un momento de privilegio en nuestras vidas. Como él dice: que yo sea yo y no otra persona es para mi uno de mis más preciados bienes. Las heridas incurables que recibe el corazón son la contraprestación natural que las personas tienen que pagar al mundo por su independencia. Murakami reconoce que no le importa estar horas y horas sin hablar con nadie o escribiendo o corriendo, que lo considera su manera natural de estar en el mundo, y que no ve ningún mérito en algo que busca instintivamente. Con todo, se casó muy joven, a los veintidós, yo me conjunté a los veinte, y su modo de mantenerse fue abrir un bar de ambiente que le exigía una dedicación total y relacionarse con los demás.
Cuando decide convertirse en novelista, así lo relata él, comienza a escribir y pasa muchas horas sentado y fumando, ¡hasta sesenta pitillos al día! —antes de empezar yo a los 42, fumaba en pipa y tenía tan asociada la lectura y la escritura a la pipa que, cuando decidí, por el esfuerzo de la carrera, dejar de fumar, creí que no volvería ni a leer ni a escribir en mi vida, y eso que yo fumaba en pipa y no me tragaba el humo…—, pero tras acabar su novela La caza del carnero salvaje, y tras haber engordado por el sedentarismo que exigía la escritura, decide ponerse a correr cada día. Correr le sirvió para dejar de fumar, lo que convirtió, según nos dice, en a él, una especie de símbolo de la ruptura con mi vida anterior. Murakami no se engaña, como tampoco lo hace ningún corredor auténtico: No soy un corredor de los buenos, pero al menos tengo una gran capacidad de resistencia. Es uno de los pocos dones de los que puedo presumir. De hecho, incluso llega a defender que el hecho de correr cada día se convierte para en él en un hábito decisivo para mi salud mental.
El esfuerzo, la voluntad de perseverar en él y las amenazas que la buena forma física sufre permanentemente, las cifra Murakami en la leyenda que lee cada vez que entra en el gimnasio al que va en Tokio: «EL MÚSCULO SE ADQUIERE CON DIFICULTAD Y SE PIERDE CON FACILIDAD, LA GRASA SE ADQUIERE CON FACILIDAD Y SE PIERDE CON DIFICULTAD». Es una verdad desagradable, pero es la verdad. Así lo escribe, como debe de estar escrito donde lo lee, con las mayúsculas de las verdades irrefutables.
El hecho de haber decidido con su mujer no tener descendencia y de haber tenido la fortuna de triunfar en las Letras desde muy pronto le han permitido a Murakami observar una carrera de corredor mucho más cómoda que la mía, por ejemplo, quien, con dos hijos, una profesión dura y exigente, en tiempo y desgaste humano, la docencia, y con infinidad de requerimientos familiares de todo tipo, bastante hago con haber llegado de momento a los 26 maratones e infinidad de carreras de medio maratón, muy buena parte de ellas y de ellos en compañía de un amigo tan perseverante y excepcionalmente dotado, física e intelectualmente, como Josep Oliver. Correr en compañía de un sabio es lo único que podría envidiarme Murakami a mí, me parece. Por esa condición suya, y por sus compromisos de conferencias por todo el mundo, Murakami tenía entre sus objetivos el maratón de Nueva York, mítico para los corredores, aunque más lo sea el de Boston, que Murakami ha corrido hasta en siete ocasiones, siendo él un habitual de los entrenamiento por las orillas del Charles River. Y en su libro escoge ese maratón para recordarnos algo con lo que los maratonianos convivimos con cierta dignidad: la decadencia. Cuando el cuerpo, por la edad o el desgaste de tantos años, no funciona como en sus mejores épocas y los tiempos se van alargando hasta la ofensa. Lo describe con palabras que todos hemos dicho en una u otra ocasión: Hasta el kilómetro veinticinco aproximadamente pude seguir la liebre, pero después me resultó imposible. Me fastidia reconocerlo, pero las piernas me dejaron de responder poco a poco. Mi ritmo decayó gradualmente. Me adelantó la liebre de las tres horas y cincuenta minutos, y luego también la de las tres horas y cincuenta y cinco minutos. La cosa se ponía fea. Pero de ninguna manera iba a permitir que me adelantara también la liebre de las cuatro horas. […] Tampoco esta vez conseguí bajar de las cuatro horas, aunque por muy poco. Era su vigesimocuarto maratón. Pero a eso estamos hechos y tratamos de resistirnos a «colgar las zapatillas». A mi derecha, desde donde escribo, giro la vista y veo, colgados con chinchetas en la estantería más próxima todos los dorsales de mis maratones, sudados, arrrugados, llenos de una historia personal solo comparable, acaso, con la derrochada en mis historias, y sueño que, en cuanto recupere algo la forma que las cascadas rodillas me niegan, volveré a acercarme a las tres horas y media de aquellos buenos tiempos de la segunda juventud…
Murakami también lo tiene claro: Supongo que, mientras mi cuerpo me lo permita, aunque esté viejo y achacoso, y aunque la gente de mi entorno me sugiera cosas como «Señor Murakami, ¿no cree que sería hora de ir dejándolo? Ya tiene usted una edad, ¿eh?», seguiré corriendo. Aunque mis tiempos empeoren más y más, estoy seguro de que pondré en ello el mismo empeño y esfuerzo que hasta ahora (e incluso, en ocasiones, más que hasta ahora). Eso es. Me digan lo que me digan. Está en mi naturaleza.
De hecho, y es algo que muchos fondistas, por amor a la variedad en la que está el gusto hacen, Murakami ha experimentado otras alternativas: la carrera de ultrafondo y el triatlón. De la primera sacó una experiencia que otros hemos tenido con el simple maratón en delicada salud: El acto de correr se hallaba ya en un ámbito que rozaba casi lo metafísico. Primero estaba el acto de correr y luego, como algo inherente a él, mi existencia. Corro, luego existo.
Y ahí seguimos: corriendo y escribiendo y corriendo y escribiendo y corriendo y escribiendo…
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