A propósito de un manifiesto buenista o el Observador de lo Cotidiano se calza coturnos que le vienen grandes…
Hace unos semanas Francesc de
Carreras recomendaba con entusiasmo un libro, encareciendo su urgente lectura.
Me refiero a La utilidad de lo inútil.
Manifiesto, (Acantilado, 2013) de Nuccio Ordine. Ignoro por qué incomprensibles
razones ha causado tan buena impresión en el catedrático constitucionalista,
pero el volumen no es sino un bienintencionado florilegio de citas que
defienden, con más ardor que persuasión, con más entusiasmo que capacidad de
convicción racional, la necesidad de la continuación de los estudios
humanísticos y, sobre todo, el carácter de espacio de excepción de los campus
universitarios, un espacio casi arcádico donde la desinteresada dedicación al
saber nos hará más libres, más felices y más humanos, desentendiéndonos de las
nefandas e imperativas exigencias de la rentabilidad y la economía productiva.
La loa de los saberes inútiles –disposición hacia el conocimiento que comparto
plenamente– se formula desde una ingenuidad de naturaleza romántica, absolutamente
naíf y risible, a poco que se escarbe en buena parte de las citas escogidas
para demostrar que hemos de dejarnos llevar por la pasión de lo inútil si
aspiramos a realizarnos como personas en toda nuestra integridad.
Los múltiples responsables de esta deriva recesiva no
sienten turbación alguna por el hecho de que quienes paguen sean sobre todo la
clase media y los más débiles, millones
de inocentes seres humanos desposeídos de su dignidad, se nos dice de mal principio, porque, contradiciendo la
tesis fundamental del manifiesto, el autor, Ordine, destaca que la pobreza nos desposee
de la dignidad, de donde se infiere que ésta ha de estar, sobre todo, en
nuestra capacidad de gasto y/o de ahorro. Así pues, ¿nuestra dignidad es la del
homo economicus? Todo el ensayo
parece empeñado en luchar contra el pragmatismo de la vieja máxima: primum vivere, deinde philosophare. Y
defiende que ese vivere solo puede
serlo desde la asunción de los beneficios que nos deparan como personas los
llamados saberes inútiles, de los cuales se habla en términos demasiado simples
como para poder tomar en serio el texto: En
el universo del utilitarismo, en efecto, un martillo vale más que una sinfonía,
un cuchillo más que una poesía, una llave inglesa más que un cuadro: porque es
fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio mientras que resulta cada
vez más difícil entender para qué pueden servir la música, la literatura o el
arte. Excesivamente simplón, en efecto.
Nuccio Ordine defiende la
necesidad de afirmarnos en valores humanísticos que doten de verdadero
contenido espiritual nuestras vidas, o como él dice: Identificar al ser humano con su mera profesión constituye un error
gravísimo: en cualquier hombre hay algo esencial que va mucho más allá del
oficio que ejerce. No obstante, Nietzsche ya había dejado establecido que una profesión es el espinazo de la vida,
algo, a mi modo de ver, incuestionable. Me resulta muy difícil comprender esta
discriminación que reclama el autor entre la necesidad de ganarse la vida –sobe
la que otro día me extenderé–, por un lado, y en que esa vida sea, por el otro,
la mejor vida, la vida completa, en ningún caso la dominada por la necesidad de
lo material. A este respecto es clarificadora la cita de George Bataille
escogida por Ordine, porque resume con abrumadora claridad la ingenuidad
radical de la que parte esta defensa bien intencionada de los saberes inútiles:
En el dominio de la actividad humana, el
dilema adquiere esta forma: o se emplea la mayor parte de los recursos
disponibles (es decir, del trabajo) en fabricar nuevos medios de producción –y
entonces tenemos la economía capitalista (la acumulación, el crecimiento de las
riquezas)– o se derrocha el excedente sin tratar de aumentar el potencial de
producción –y entonces tenemos la economía de fiesta. (…) en el primer caso, el
valor humano es función de la productividad; en el segundo, se asocia a los más
bellos logros del arte, a la poesía, al pleno desarrollo de la vida humana. En
el primer caso, no nos ocupamos sino del futuro, al cual subordinamos el
presente; en el segundo, sólo cuenta el instante presente, y la vida es
liberada, al menos de tiempo en tiempo, y en la medida de lo posible, de las
consideraciones serviles que dominan un mundo consagrado al crecimiento de la
producción. ¡La economía de fiesta! Me parece estar asistiendo a la sesión
catequística de la revolución anarquista que se describe en la película Tierra y Libertad de Ken Loach, y que
tanta vergüenza ajena retrospectiva producía. Esta retórica inflamada de vacuidad,
¡cuánto daño ha hecho al bello ideal del amejoramiento moral y foral de la especie!
Menos mal que Ordine, por mor de la ecuanimidad que ha de presidir la reflexión
intelectual, nos aporta el punto de vista del gran analista del siglo XX,
George Steiner, quien nos ha recordado, oportunamente que la elevada cultura y el decoro ilustrado no ofrecieron ninguna
protección contra la barbarie del totalitarismo. Una tesis defendida
brillantemente por Gabriel Jackson en su magnífico libro Civilización y barbarie, en el que analiza, sobre todo, los
movimientos nacionalistas y el fascismo, a cuyo hechizo salvaje sucumbieron
mentes diríase que preclaras, como la de Martin Heidegger, por ejemplo.
Llenar un volumen de
buenas intenciones puede ser edificante, al viejo estilo de los manuales de
conducta, pero es evidente que la Universidad, más allá de ser el espacio donde
se ha de manifestar el saber sin constreñimientos ni exigencias de orden
productivo inmediato, tampoco puede ignorar que ha de ser el centro de
formación de ese espinazo de la vida
que reclamaba Nietzsche, y que la excelencia profesional no ha de estar reñida,
en modo alguno, con la pasión por el saber, por cualquier saber. Al modo de
Bataille, cuando Ordine habla de la función de la universidad y de su labor
fomentadora del saber en estado puro y libre de exigencias, parece olvidar por
completo el contexto socioeconómico en que se ha de producir esa dedicación,
como si los fondos destinados a ese menester nunca se vieran amenazados por las
crisis económicas y el estado pudiera preservar ese espacio como una isla
suspendida sobre las miserias del vivir cotidiano. Será deseable y hasta
necesario, no lo niego, pero ¿es justo? Para serlo yo, no quiero acabar sin recoger
una cita del propio Ordine en que recapitula el mejor de los beneficios que
puede depararnos ese cultivo de los saberes
inútiles: El dogmatismo produce intolerancia en cualquier campo del saber: en el
dominio de la ética, de la religión, de la política, de la filosofía y de la
ciencia, considerar la propia verdad como la única posible significa negar toda
búsqueda de la verdad.(…) Sólo la conciencia de estar destinados a vivir en la
incertidumbre, sólo la humildad de considerarse seres falibles, sólo la
conciencia de estar expuestos al riesgo del error pueden permitirnos concebir
un auténtico encuentro con los otros, con quienes piensan de manera distinta
que nosotros. Por tales motivos, la pluralidad de las opiniones, de las
lenguas, de las religiones, de las culturas, de los pueblos, debe ser
considerada como una inmensa riqueza de la humanidad y no como un peligroso
obstáculo. Pero a esta conclusión puede llegarse también desde la
compatibilidad entre dos esfuerzos numismáticos: mejorar las condiciones
materiales de vida y mejorar la propia vida. Como decía el gran enemigo de lo
útil, Téophile Gautier: el rincón más
útil de una casa son las letrinas…, ignorando, en su dogmatismo estético,
la capacidad inspiradora del lugar… Que el
arte sea lo que mejor nos consuela de vivir, según Gautier, no ha de
impedir que aspiremos a vivir sin que la vida necesite consuelo.
No había leído en 2014 tu brioso y luminoso texto sobre este libro auténticamente pueril ni la recomendación de Francesc de Carreras. Llegué a él a través de un amigo de Zaragoza y su título, realmente inspirador, me llamó poderosamente la atención y decidí comprarlo en la librería Laie hace mes y medio. La idea de reivindicar lo inútil está tan arraigada en mí que creo que en mi vida no he hecho sino eso. Varios permisos sin sueldo en que me iba recorrer países lejanos o me afincaba en las Alpujarras entre invierno y primavera, viendo pasar el tiempo como Mafalda y leyendo novelas totalmente inútiles, o recorriendo España llegando a rincones inéditos para mí... Soy un personaje que está representado por completo en la aspiración de hacer de lo inútil un arte. Creo que soy una persona bastante inútil en todos los sentidos, así que esperaba un libro inspirador, pero en cuanto lo leí me encontré un panfleto que podría escribir Podemos sobre los bancos y los artilugios financieros para explotar a las clases medias y obreras, sobre la maldad del capitalismo, etc. Esto me desconcertó ya de entrada, pero esa inocencia e ingenuidad de que está impregnado el texto, su falta de mala leche, diría yo y la inmersión en un mundo de bondades totalmente descontextualizadas, me llevó a la conclusión de que estaba ante un libro escrito por un delirante bastante obtuso. Querría un texto que me hable a mí en este tiempo convulso y tecnológico, un texto realista ante la vorágine frenética de la vida cotidiana, no un texto arcádico, como si estuviéramos en un pazo romántico entre ilustrados aristócratas ociosos. ¡Qué colección de majaderías! No porque no sean ciertas sino por la supina ingenuidad del autor que no sabe enfocar el debate que podría ser apasionante con el ánimo de seguir amando las humanidades, como las amamos los que lo leemos. Yo no pude terminarlo, me irritó profundamente. Francamente, Cortázar en Historias de cronopios y de famas tiene un discurso mucho más radical y por supuesto divertido en el mismo sentido: contra el pragmatismo.
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