miércoles, 13 de diciembre de 2017
"Las Hurdes, tierra sin pan" en el Reina Sofía.
Entre el panfleto militante, la pasión etnográfica y el fictodocumental: Las Hurdes, tierra sin pan a dos pasos del Guernica...
Una brevísima escapada de unas horas al Reina Sofía, como magro botín de unas jornadas familiares con dedicación exclusiva, me han permitido ver en un escenario inusual, un museo, en vez de en una sala de cine, un documental propiamente mítico, como Hombres de Arán, de Flaherty: Las Hurdes, tierra sin pan, de Luis Buñuel, rodado cuando el aragonés abandonó el surrealismo y se afilió al Partido Comunista. El documental, que propiamente deberíamos calificar de fictodocumental, pues se trata de una obra escenificada conforme a un guion inspirado en el documentadísimo estudio del antropólogo Maurice Legendre, Las Jurdes: étude de géographie humaine, lo que requirió incluso ensayos y actuaciones retribuidas, amén de algunos "trucajes", como el "accidental" despeñamiento de la cabra o el intercambio de la dentadura de una niña por el de una vieja, amén del sacrificio del burro, atacado por las abejas; el documental, digo, significó un ataque en toda regla a las políticas de la recién nacida Segunda República e incluso llegó a ser prohibido por las autoridades republicanas. Las imágenes, al margen de los "apaños" y de la posible intencionalidad política de la película, son estremecedoras y nos trasladan a una España que en modo alguno podemos entender como una sinécdoque, sino como un caso ni excepcional ni general, sino fruto de una condiciones geográficas y sociales muy particulares. De hecho, si algo me vino a la memoria mientras contemplaba el documental en la sala desangelada del museo fue la película Los santos inocentes, de Camus, basada en la excepcional obra literaria de Miguel Delibes, cuya lectura deparará una grata sorpresa a quienes solo hayan visto la excelente adaptación cinematográfica. Las condiciones de vida de esos Inocentes, sobre todo en La Raya, aislados del mundo, viviendo casi en una cueva, pertenecen a los años 60, treinta después de las miserables condiciones de vida que recoge el documental de Buñuel. Vidas infrahumanas, aquellas de la comarca de las Hurdes y las de los Inocentes sometidos, como Pco el Bajo, al capricho de un señorito fascista. Al margen de la polémica ética sobre la filmación del documental, de su carácter de instrumento político y de su relativo valor antropológico, lo cierto es que las condiciones de vida que se reflejan en él, de una dureza extraordinaria, remueve cualquier conciencia. Más allá de los gallos decapitados, del bocio efectista o del cretinismo rampante en la comarca, hay una galería de rostros, de ademanes, de espacios, de intentos de supervivencia que se le agarran a uno al torozón de la congoja y no le suelta durante la media hora escasa que dura la crónica de un aislamiento, de un olvido, de la incuria política y de la maldición geográfica. Aunque filmado desde la militancia comunista recién asumida, lo cierto es que buena parte de la película, si no toda, nos parece salida de un delirio surrealista instado por la lectura del Infierno de Dante. El traslado del cadáver de la criatura, atravesando sierras y un río, como un antimoisés, para llegar al lejano cementerio, resulta espeluznante; del mismo modo que los rudimentarios cultivos en terrazas expuestas a ser devastadas por una riada que se lleve por delante tantos ímprobos esfuerzos nos parece algo así como el mito de Sísifo. Las imágenes del pueblo, con sus tortuosas calles de piedras, el hambre, los tétricos interiores de las casas con "cama única", y la sobreabundancia de chiquillería sin futuro, nos meten el corazón en un puño revestido de guantelete que nos lo oprime hasta la extenuación. De poco o nada vale, a posteriori, leer al respecto, sobre las luces y sombras del fictodocumental: hay rostros anfractuosos, juventudes inverosímiles, ropas de escaso abrigo, ignorancias abismales, resignaciones pétreas, calzados que no calzan, hambres de muchas jornadas, silencios desamparados, seriedades de ultratumba y ninguna sonrisa ni mirada clara ni atisbo de esperanza... Muy cerca estaba el Guernica, que vi en el MOMA, en el exilio, y de nuevo en España, a su regreso, pero todo el drama de una guerra civil no puede competir con la guerra sempiternamente perdida de esos antepasados nuestros... A su lado, la excelente obra de Juan Gris y la de tantos cubistas en salas próximas parece, por contraste, el encuentro entre el antropólogo y las tribus perdidas de Papúa Nueva Guinea. El severo recinto del Reina Sofía, que fue hospital en su tiempo, contribuyó con su seriedad desnuda, camino de la salida, a paliar la conmoción sufrida...
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